Acaba de llegar el verano y miro qué estrenos nos esperan en las vacaciones. En el periódico leo con consternación que dentro de muy poco se representará en el estadio Madrid Arena, de manera solemne y espectacular, la ópera de Messiaen titulada San Francisco de Asís. Para tan imponente evento cultural, se ha construido una cúpula de 24 toneladas de peso, que termina en un lucernario cuyo brillo representa la esperanza y la eternidad. ¡Qué cruel paradoja! El pobrecito Francisco de Asís, al que se le caería la cara de vergüenza si se enterara de que le habían hecho santo, que llamaba hermano a todo bicho viviente –hermano lobo, hermana hormiga, hermano conejo-, no llamaría nunca hermana cúpula a ese pesadísimo monumento a la soberbia. Él, que como cristiano aspiraba a la hermana pobreza y como poeta a la hermana ligereza. Yo no dudo que la ópera sea muy digna de ser escuchada, no lo dudo sobre todo porque su autor, además de gran músico, es ornitólogo; pero esta versión escénica grandilocuente y sofisticada, es sin duda un dislate que revela el sinsentido de un mundo en el que el pobrecito de Asís no encontraría cobijo. ¿Creen que si estuviera hoy entre nosotros iría al Madrid Arena a estremecerse ante tan descomunal espectáculo? En absoluto. No solo porque no se gastaba el dinero en ir a la ópera, sino también porque a él la música que le atraía era el trino “no aprendido” de los pájaros, a los que respondía en un diálogo maravilloso. Su cúpula era el firmamento, un monumento que nos sale gratis y es igual para todos, que además no pesa nada, como sucede con las cosas auténticamente grandes. Cabría preguntarse incluso si Francisco de Asís, de vivir hoy entre nosotros, se habría metido fraile. Me hago esta pregunta y me respondo que no. Me le imagino más bien en la Puerta del Sol entre los perroflautas, repartiendo lo poquito que tuviera entre sus hermanos acampados. Con ellos tendría en común la actitud ecologista, y la denuncia del poder inmisericorde del dinero. El pobrecito que rechazó siempre ser prelado, que odiaba cualquier regla que no fuera la de la generosidad, se hubiera indignado pacíficamente contra las reformas que proponen los mercados. A ver su ópera irán sin duda muchas de las personas a las que Francisco de Asís nunca se hubiera dirigido, porque sabía que podía obtener más limosna de la hermana piedra que de los corazones endurecidos de los financieros. Sí, Francisco de Asís entonaría hoy en Madrid esta estrofa de su “Canto al Hermano Sol”, en castellano, en la traducción de León Felipe: “y en especial sea loado el Hermano Sol, que alumbra, y abre el día, y es bello en su esplendor”. Dicen que su hábito le servía de tienda, y que con él sobre la cabeza se internaba en el silencio y en la oscuridad de la oración, a salvo de lucernarios que entorpecieran sus meditaciones. Sí, allí hubiera construido él su monumento de claridad y de aire. En cambio, qué obscenidad la de la Cultura con mayúsculas que ofrece a unos cuantos elegidos entrar en su paraíso de artificios de feria a cambio de un montón de monedas. Como el pobre fraile que enlazó con su bondad la cultura de Oriente y Occidente, ustedes escuchen el trino de los hermanos pájaros. Pío, pío, pío… Esta es mi recomendación para el verano.