En la Antigua Grecia, el amor homosexual masculino se consideraba una relación superior, siempre que tuviera el rasgo de la pederastia, es decir, que los amantes fueran un adulto y un adolescente. De esa manera, el mayor introducía al joven efebo en el amor y lo protegía como adulto que era. Esta relación se daba sobre todo entre maestro y discípulo, como podemos comprobar si leemos detenidamente los Diálogos de Platón. Porque el amor no se consideraba únicamente como relación erótica entre los cuerpos, sino sobre todo como amistad de las almas, y por consiguiente debía ser una relación exclusivamente masculina, ya que la mujer no era considerada como portadora de una alma. También en la vida militar, las parejas de amantes eran fundamentales en la organización del ejército, de esto tenemos un buen ejemplo en el amor de Aquiles hacia Patroclo, descrito por Homero en la Ilíada. Entonces, ¿qué papel tenían las mujeres en el amor? En el amor superior, ninguno. Su única misión era la de estar en el gineceo, cuidando de su prole, fruto del acto en que su marido depositó en ellas el alma del futuro hijo: los hijos recibían el alma del padre, que, siendo hombre, podía ofrecérsela. Las mujeres eran únicamente cuerpo, útero, vacío que el hombre llenaba de espíritu. A mí me recuerda este machismo griego al que actualmente propone la legalización de los vientres de alquiler. La mujer vende su cuerpo como lo ha hecho tantas veces y de tan diferentes maneras a lo largo de la Historia, porque es la única riqueza que se le reconoce en sí misma, igual que el proletario de la era industrial vendía la fuerza de sus brazos al patrón que lo mantenía. El hombre no puede procrear, al menos hasta ahora, pero históricamente está acostumbrado a tener lo que desea, ya sea por la fuerza, ya sea comprándolo, esto último en la sociedad capitalista. Así que hay un mercado que le surte de material y le garantiza en lo posible el producto: él pone el alma y la mujer pone el vientre. En otras ocasiones, como en el caso de un afamado futbolista, es un hombre solo el que desea que su hijo sea exclusivamente suyo, así que compra un vientre, que nunca le va a reclamar nada. Dicho así da un poco de asco, pero es la pura realidad, por mucho que lo adorne la publicidad de las revistas del corazón. En EE.UU cuesta 120.000 euros una “gestación subrogada”, eufemismo que se utiliza últimamente para referirse al negocio inmobiliario del cuerpo femenino. En países más pobres, sin embargo, las mujeres se venden por mucho menos, como es lógico. Así es la economía de mercado. El tiempo pasa, cambian las relaciones sociales, pero permanece inalterable la consideración de la mujer como materia que apetece la forma masculina, que es como la definió Aristóteles. En el caso del vientre de alquiler ni siquiera hay apetencia en la madre prestada, aunque bien pensado, es la apetencia pecuniaria la que justifica algo tan fuerte como un embarazo y un parto de un niño que no será nunca suyo. La mujer sin rostro que firma el contrato es una esclava de alquiler que acepta que se haga en ella según la palabra del contratante. Ella nada dice, ella no tiene discurso, ella guarda silencio como decía San Pablo que debían hacerlo las mujeres en la Iglesia, pues son seres imperfectos, que han de conformarse con obedecer los designios de quien fue creado a imagen y semejanza del Padre.