Los antiguos llamaban ilusión al engaño de los sentidos que nos hacía creer en la existencia de lo fantástico. Las ilusiones eran una especie de fantasmas que solo podían conducirnos al fracaso. Fueron los románticos los primeros que dieron al término “ilusión” el significado de esperanza en un futuro mejor. La ilusión, así como el entusiasmo, era para ellos una cualidad propia de la juventud: “Venid a mí, brillantes ilusiones, / que engalanáis la juventud ardiente…”- escribió nuestro convecino Zorrilla. A mí también me gusta la palabra ilusión, aunque el término hoy parezca un poco cursi y el concepto un tanto trasnochado. Sin embargo, cada vez veo menos ilusión en el presente de España. Me explico: veo a votantes que votan sin ilusión, porque no esperan nada nuevo de sus elegidos. Y la falta de ilusión no se reduce al ámbito de la política, también veo estudiantes que comienzan sus carreras sin ilusión ninguna, veo parejas que se casan sin ilusión, -son las que te envían el número de su cuenta corriente con la invitación para la ceremonia-, y veo niños que no esperan con ilusión la llegada de los Reyes Magos porque han ido ellos mismos con su padres a comprar los juguetes. La ilusión es un término que proviene del latín “illudere” que quiere decir “jugar”, y se ve que no está el mundo para juegos. Es la anticipación del deseo cumplido en el futuro, pero no parece que el futuro tenga mucho porvenir entre nosotros. Y lo peor de todo es que esta falta de ilusión tampoco se la echa en falta y los ilusionados son tachados de simples ignorantes por los que creen conocer la verdad de las cosas. Frente a la juventud ilusionada, se yergue la juventud emprendedora, que sueña únicamente con crear empresas rentables. Pertenezco a una generación a la que le hacía ilusión casi todo: ponerse un bikini, votar por primera vez, comenzar a trabajar, leer un libro prohibido por la censura, enamorarse, visitar París o probar los aguacates, y sé cómo duele la desilusión. Por eso me gusta leer a los escritores del barroco, que son los que analizaron el desengaño con más profundidad. Entre ellos estaba Calderón de la Barca. En “La vida es sueño”, expresa el sabor amargo de la desilusión al hacer despertar a Segismundo en la cárcel oscura cuando creía estar viviendo en un palacio. Entonces, por boca de Segismundo, nos dice: “Sueña el rico en su riqueza / que más cuidados le ofrece,/ sueña el pobre que padece/ su miseria y su pobreza/ y en el mundo en conclusión / todos sueñan lo que son/ aunque ninguno lo entiende”. Seguramente el mayor privilegio del rico sea su capacidad para tener ilusiones, y la mayor miseria del pobre el no poder aspirar siquiera a soñar con otro tipo de vida. La ilusión, en ese sentido, es una forma de rebelión radical, es lo que nos hace libres y lo que nos diferencia a los seres racionales de los animales. También nos diferencia de los locos: el loco no distingue entre la realidad y la imaginación, el ilusionado sí lo hace, y trata de convertir en realidad lo que imagina. Esa fuerza que llamamos ilusión es la que animó al primer hombre a erguirse y contemplar otro horizonte. Todo esto lo explica Julián Marías en su “Tratado de la ilusión”. Léanlo. Pero no se hagan demasiadas ilusiones, seguro que cuando hablen con entusiasmo de este libro serán tachados de ilusos.