La sombra del ciprés. Norte de Castilla.
En el prólogo de “Calamidad hermosa”, la antología de Francisco Pino que editorial Cálamo acaba de publicar, rememoro mi primera visita a Villa María, su casa del Pinar de Antequera. Para mí, Pino siempre estará allí, en aquel chalet con nombre de mujer en donde mantuvimos conversaciones interminables durante los últimos años de su vida, donde murió y en donde aún vive su hijo. El día de su muerte, al entrar en la casa, sorprendí una conversación entre su nieta, María, y una señora del Pinar que le preguntaba: ¿Dio tiempo a que llegara el sacerdote para administrarle los Sacramentos?. Y María, dando muestras de que había heredado el espíritu del abuelo, contestaba sin dudar: No. Pero no importa, el sacerdote dijo que su alma aún estaba aquí. Y era verdad, su alma aún estaba allí, sobre el sillón del que nunca se levantaba, en el balcón desde el que siempre contempló el cielo estrellado del Pinar de Antequera. Y estaba sobre todo en la atmósfera densa de la habitación en la que tanto había reído y llorado, gozado y sufrido. Y sigue estando aquí, en el agujero de este libro suyo que tengo ahora entre las manos, un libro sin palabras, que se titula precisamente “Poema”. ¿No es la poesía el alma que permanece cuando la vida ya se ha ido?. De eso, del lugar y del tiempo de la poesía solíamos hablar en mis visitas. Yo grababa muchas de nuestras conversaciones, pero hablábamos tanto, que llegó un momento en que no necesitaba escuchar las cintas para reproducir exactamente sus palabras. Era capaz de recordarle incluso aquello que él mismo ya había olvidado: Esperanza, ¿qué digo yo sobre…? Y él escuchaba con alborozo mi respuesta, mientras asentía agradecido.
Y hoy hablaré con sus palabras de los múltiples pájaros que anidaron en la obra de un poeta para el que escribir era exactamente eso, construir sobre ala. Porque es en la caligrafía inaprensible que los pájaros escriben en el aire donde Pino hallaba el sentido de sus versos. En uno de sus poemas primeros, oponía la frágil vivacidad de un pequeño gorrión a la frialdad imperturbable de la muerte, representada por la piedra: “Lo efímero del ala / contra el arco perenne; / dice la piedra: Nunca. / Y el gorrión grita: ¡Siempre!”. A este gorrión minúsculo de la tierra castellana se unió luego el “pájaro equivocado”, sin alas y sin trino, emblema del poeta sin palabras, marginal, incomprensible, que asume su soledad sin renunciar a su naturaleza de pájaro caído: “pájaro equivocado siempre –y nunca- / de mi existencia que se dio a otra música / siempre y nunca”. Solo dos años antes de su muerte, sin embargo, Pino me sorprendió con otro pájaro. Mira –me dijo con satisfacción, al tiempo que me mostraba su cuaderno- he escrito un nuevo libro. Se trataba de “Tejas: Lugar de Dios”. Los gorriones habían emprendido el vuelo y estaban ya sobre el tejado, en la frontera entre el cielo y la tierra. Pero junto al último poema había dibujado un pájaro desplumado que volvía a hablarnos sin palabras. Con una de las plumas del pájaro deshecho, había escrito su obra. ¿Era éste el final? No, no lo era. En los últimos meses de su vida, cuando todo hacía pensar que su trino se había agotado, Pino me llamó de nuevo por teléfono: Ven, he escrito otro libro. Se trataba de “El pájaro enjaulado”. Entre las rejas de la jaula se asomaba el viejo poeta herido ya de muerte, preso igual que sus versos entre las líneas del cuaderno. Esperanza –seguía diciendo- la poesía nunca se deja atrapar, todos estos poemas no valen el vuelo de un pájaro; la poesía está en la vida que contemplo desde mi jaula mientras escribo. Este era el sentido de sus libros troquelados, con agujeros interiores por los que invitaba al lector a internarse en un espacio infinito. En los últimos momentos solo hablaba para pedirnos que le dejáramos dormir. Pero en su duermevela sonreía dichoso no sabíamos por qué, quizá porque sentía cómo las alas del sueño le alzaban definitivamente hasta lo más alto de su propio ser, hacia su ansiada invisibilidad, su añorado olvido: “Dormido está el pájaro, el pájaro solitario; / en la rama más alta, dormido está; / en la rama invisible de la copa invisible, / en la copa del árbol invisible”. Y allí permanece. Aunque no importa, porque su alma aún está aquí, muy cerca, con nosotros, revoloteando entre las páginas, cada vez que abrimos uno de sus libros. Por ejemplo, ahora mismo, en este poema que comienza: “¿Habrá algo más hermoso que quedarse sin huellas?…” y concluye en la confianza de que un día podamos verla aquí a su alma, de nuevo con su cuerpo, diciéndonos con la mirada, sin necesidad de hablar: “¿Así será la muerte? Si es así será dulce./ Diluirse en el aire, ser el después sin rastro / de una nube. Y andando seguir y ver la tierra, / al fin sin nuestras huellas, con nuestros propios ojos”.