¿Cuántos inmigrantes habrán saltado las concertinas que dividenMarruecos y España mientras tomaban las doce uvas los guardias de la frontera? Seguramente ninguno. Esas cosas solo ocurren una vez. Es lo que pensé a las doce y cinco del año 2018, tras beber unos sorbos de cava. ¿No les impresionó la noticia del refugiado argelino que se suicidó el día 29 de Diciembre en la cárcel de Archidona? No, no estaba acusado de ningún delito. Le habían internado allí en noviembre, con otros cincuenta sin papeles, en espera de que un juez resolviera qué se hacía con él. Y se cansó de esperar. Hizo unos nudos en la sábana y en vez de saltar a la calle escapó más lejos y para siempre. Rajoy no debía de haberse enterado. Lo digo por el discurso optimista de fin de año que nos dedicó a los españoles. Ningún problema difícil de resolver, gracias a su buen hacer nuestro país es la envidia de las potencias extranjeras. Tiene gracia. (Cuando murió Franco no lo celebré como habría celebrado que hubiera muerto en la cárcel o en el exilio, pero me alegré por aquellos que podrían volver a España, todos los que llevaban esperando la noticia para regresar a casa desde hace cuarenta años. Debe de ser muy triste que tu desgracia suponga la felicidad de los otros). Los refugiados que esperan entrar en España también se alegrarían de que a Rajoy le fueran peor las cosas, para ellos su fracaso supondría una bendición ¡Qué vergüenza! Un país como el nuestro, que ha dado al mundo tantos desterrados… Quizá esté tan sensible porque he leído estas vacaciones los recuerdos y confesiones de tres escritoras expulsadas de casa: Irène Némirovski, Etty Hillesum y Marisa Madieri. Ninguna de las tres cuentan su larga marcha con demasiado dramatismo, quizá porque la desgracia las atrapó cuando eran aún muy jóvenes, lo suficiente para no renunciar a la esperanza en las circunstancias más adversas. Iréne Némirovski describe en “La suite francesa” la huida de París de riadas de gente. Iban como podían, en coche, en bici o incluso a pie, mientras entraban en la ciudad las tropas alemanas. Conseguir agua o combustible era tan importante como hacerse con algún alimento para resistir. Marisa Madieri en “Verde agua” cuenta la expulsión de su familia de Fiume, la ciudad italiana, cuando pasó a formar parte de Croacia, en 1947. Dice de su situación posterior en Trieste: “Los refugiados continuaron siendo mirados con sospecha, considerados incómodos y extraños (…) y no faltaron tampoco muchos desgarradores adioses de familias que partían hacia Australia como emigrantes, en un segundo y más radical exilio”. Etty Hillesum explica en su diario por qué se siente libre, incluso feliz, en medio de las persecuciones, antes de ser internada en un campo de concentración nazi: “Conozco la represión, la indiferencia, el odio impotente y el inmenso sadismo. Y aún así, en un momento de descuido y abandono, me encuentro de repente en el pecho desnudo de la vida. Sus brazos me rodean muy suavemente, me protegen…” Quizá la condición de mujeres, como tales siempre situadas en los márgenes de la realidad, las hizo más dúctiles a la hora de amoldarse al dolor. Solo regresó Marisa Madieri. Etty e Irène no volvieron jamás, como el inmigrante anónimo de la cárcel de Archidona. Entre los refugiados que ni las concertinas ni las tempestades logren detener en 2018 quizá se encuentre otra mujer con esperanza y con una cuaderno y una pluma, que pueda volver a contar la odisea de los pueblos del mundo ¡Ojalá!