Sin duda, las huellas de lo sucedido durante la infancia son imborrables, y por tanto, nuestra personalidad depende de pequeños sucesos de imprevisibles consecuencias. Piensen ustedes, por ejemplo, en la transcendencia de haber vivido de niña en pecado mortal. Como se habrán imaginado, lo sé por experiencia. Mi pecado consistió en el robo de una foto de Tony Curtis que venía en un tebeo de Florita. Florita costaba cinco pesetas y yo solo contaba con tres cincuenta en aquella mañana de Octubre que nunca olvidaré. Con tres cincuenta me llegaba para un Jaimito, pero no para Florita, una revista juvenil de mucho más fuste. Así que deslicé la foto entre las páginas del Jaimito y volví para casa a paso ligero, a pesar del temblor en las piernas que el acto delictivo me había producido. Ya en mi habitación, gocé a solas por unos instantes eternos con la contemplación de la sonrisa entre pícara y tierna de aquella beldad que parecía decirme: “has hecho muy requetebien, estaba deseando estar en tus manos”. Pero poco después…el nubarrón del remordimiento ensombreció mi día inolvidable. Y a la mañana siguiente, tras deliberar con una amiga más versada que yo en materia teológica, llegué a la conclusión de que estaba en pecado mortal. Por fortuna, la misericordia de Dios me ponía en bandeja un remedio fácil. Y me acerqué al confesonario dispuesta a hacer una relación pormenorizada de los hechos. Pero la voz del cura, tras escuchar los preámbulos seguramente sin la debida atención, me interrumpió para decirme que rezara dos avemarías y que no se me olvidara devolverle la foto a mi amiga Florita. Así que, cumplida en lo posible la exigua penitencia, tuve que resignarme a vivir en la duda, sin saber a ciencia cierta si estaba o no estaba en gracia de Dios. Ante el dilema, mi decisión fue tirar por el camino del medio y olvidarme del asunto. Escondí la foto en un cajón e intenté convencerme de que aquello no había sucedido. Pero cada poco el rostro del delito reaparecía en el cine, recordándome que jamás entraría en el reino de los justos. Disfrazado de Taras Bulba, de esclavo romano, de cady o de fugitivo encadenado, Tony Curtis siempre encontraba ocasión para dedicarme una sonrisa de complicidad desde la gran pantalla del mundo. Si Dios era tan bueno, ¿por qué ponía ante mis ojos aquel rostro adorable?, ¿acaso estaba entre sus designios que yo me condenara?. El caso me llevó a plantearme el problema del libre albedrío con un dramatismo anómalo en una niña de mi edad. En ocasiones he pensado que mi temprano agnosticismo fue el último cajón, el más hermético, en el que al fin guardé la foto robada. El caso es que cuando, pasados los años, reía como nadie viendo “Con faldas y a lo loco”, todos mis zozobras habían desaparecido. Y al final de la película, recibí la respuesta a mis interrogantes infantiles: Nadie es perfecto, hemos de vivir con esa certidumbre y disfrutar con inocencia incluso de nuestros defectos más inconfesables. Es verdad, nadie es perfecto, ni siquiera Tony Curtis lo era, aunque al ver sus retratos nos siga pareciendo mentira. ¿Le habrá abierto San Pedro las puertas del Cielo?. Pues si le ha dedicado una de sus sonrisas seductoras estoy segura de que ya vuela alegremente entre las nubes, camuflado entre la bandada de los querubines. A pesar de todas sus faltas, a pesar de que sean incontables las almas que habrán caído en el pecado por culpa de su mirada encantadora y salvaje. Porque, como reza su epitafio, nadie es perfecto, afortunadamente.