La cultura de una ciudad no se calibra por sus escuelas y por sus librerías, sino por el número y calidad de sus jardines públicos. Porque un jardín es un remedo del Edén primordial, ese lugar preparado para el disfrute del género humano, del que fuimos expulsados por nuestra mala cabeza en medio de una naturaleza hostil, donde todos los placeres nos acaban pasando factura. Por eso los poderosos se prepararon pronto sus jardines propios, hasta que, en el siglo XVI, se abrieron los primeros jardines para el uso público y general. Fue en el tiempo en que se creía que los hombres mismos podían crear “lugares amenos” donde sentir la dicha de nacer de nuevo. Y desde entonces el jardín en una ciudad no representa solo su pulmón, sino también su corazón palpitante. Los jardines son la memoria de lo que fuimos y fundan en ella un nuevo pacto con la naturaleza, para vencer las inclemencias sin dejar de ser humanamente perdedores. De ahí que sus plantas tengan solo una función ornamental, sin otra utilidad que el hacernos libres e inocentes de nuevo. ¿Por qué si no los jardines están llenos de niños y de ancianos, es decir, de aquellos que viven en el presente, que es el tiempo imposible del Paraíso Terrenal? Pues bien, en Valladolid, los jardines están abandonados a su suerte, como si la ciudad no los necesitara. Me lo digo mientras paseo por las Moreras, ese parque deshilvanado que nunca ha llegado a ser jardín, con la excepción del milagro de su Rosaleda. Llego al Poniente con mis cavilaciones, y lo hallo herido por las excavadoras, entre los escombros y la desmemoria. ¿Y qué me dicen del Campo Grande, cuyos árboles languidecen, enfermos de abandono y melancolía, desde el tiempo en que León de la Riva levantó su puerta monumental, más apropiada para entrar en el Infierno de Dante que en el Paraíso perdido de Milton? ¡Ay sus ramas tendidas, esperando un nuevo renacimiento de la ciudad! Me siento en un banco polvoriento, mientras un pavo se enseñorea en su paseo central, y a lo lejos aparece Pipe, que decidió abandonarnos la semana pasada, sin aviso previo, como él hacía siempre las cosas. No, no busquen en Internet. Pipe no escribía ni pintaba ni se subió nunca a un escenario, aunque haya sido el más auténtico entre una generación de artistas vallisoletanos. Porque Pipe, como Adán irredento que era, no se amoldó nunca a vivir en este valle de lágrimas. Caín y Abel convivían en su interior, en donde batallaban la ternura y la desobediencia, su brutal originalidad y su inocencia salvaje. ¡Pobre Pipe! El ansia de paraíso acabó por convertir su vida en un infierno. Y sin embargo, lo único que queda de él en mí ahora es su risa y sus relatos maravillosos y sus silencios densos, cargados de palabras exactas, indecibles, iluminadas por el resplandor de lo verdadero. Amante de los niños y de los animales, con esa preocupación suya, propia del que no ha tenido una infancia feliz, siempre me preguntaba al mirar a mis hijos, como si fuera el inspector de la alegría infantil: ¿Les llevas al Campo Grande? Pipe se me aparece como el guardián entre el centeno, igual que entonces, en la primavera aquella en que hasta la desdicha olía a promesa inmerecida. Sí, Pipe, llevé a mis hijos y ahora llevo a mis nietos. Por eso hay que salvar el Campo Grande, para que los niños sigan corriendo entre las sombras de los muertos y de los que vivimos todavía, como tú lo hacías de niño, en aquella foto que nos enseñabas, con tu abrigo largo de paño color beige. Pipe, cargado ya para siempre de razón, contra toda esperanza.
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