Al leer el título, a lo mejor han pensado algunos que mi columna de hoy iba de broma, pero se equivocan. Nunca he escrito algo tan en serio. Primero informaré para los que no están al tanto de que El pollo Pepe es un libro para bebés de uno a tres años que se ha convertido en un auténtico best- seller. Un día me puse a pensar qué tendría El pollo Pepe para haber triunfado por mayoría absoluta. Su encanto no puede residir en el texto, pues es un álbum apenas con unas cuantas palabras más bien simplonas. Comienza enseñando la barriga del pollo Pepe para continuar con su pico y sus patas hasta terminar con una gallina gigantesca que dice ser su mamá. Nada más que eso. Lo maravilloso, sin embargo, es que la mamá final que surge al desplegar la última página tiene casi el tamaño de la mamá del lector, es decir, que es una gallina gigantesca que parece mentira que quepa en un libro, y que siga ahí, silenciosa y asustada de haberse conocido, cada vez que volvemos a contarlo. Con El pollo Pepe el niño descubre el sentido que tiene pasar las páginas de un libro, aunque carezca por entero de argumento. Tiene el mismo sentido que acercarse a los pezones de mamá para beber la leche que siempre mana de sus pechos, aunque no se sepa por qué. Es lo que ocurre en cualquier estrategia, se trata de realizar gestos que parecen gratuitos pero que al final acaban teniendo su razón de ser. En la guerra se gana así la batalla, y en el ajedrez, la partida. En las Cortes, la moción de censura. Hay que sorprender al adversario con lo imprevisible para que tema que puede haber un sentido detrás o debajo, como se prefiera. Eso es lo que le pasó a Rajoy cuando Pedro Sánchez le animó a que dimitiera, que de repente vio a la mamá del pollo Pepe, troquelada y gigantesca, diciéndole que había llegado al final de la historia. Y se tuvo que ir del Parlamento para que no viéramos la pataleta que le entró. No sabemos si le consoló su mamá o Cospedal, pero algo tan gordo como el pollo Pepe tuvo que sucederle para que se esfumara aquella tarde sin decirnos adiós. Y es que Rajoy nunca había pensado que podía perder, estaba acostumbrado a que sus partidarios le siguieran votando pasara lo que pasara. Pero llegó ese día, el día de demostrar la elegancia del saber perder. Y resulta que ese maravilloso país que era España, porque toleraba a los políticos que roban a porfía, ese maravilloso país había abandonado a Rajoy. Y él, como buen representante de la derecha española, no supo marcharse sin montar el número. Todo lo contrario que Zidane, que, al tiempo que caía Rajoy, dimitía sin que nadie se lo hubiera pedido. Y no es que yo sea del Real Madrid -para nada, yo estoy con los chicos del Cholo Simeone- pero siempre me atrajo la discreción de este gigante del futbol francés, que sabe a quién y cuándo debe derribar de un cabezazo, a quién y cuándo tiene que meter un gol histórico y a quién y cuándo debe decir adiós a tiempo. Los cristianos y los florentinos se quedaron a dos velas porque el mister se hartó de entrenar al equipo que se sabe el “más grande del mundo”. Zidane decidió cerrar el libro antes de convertirse él mismo en una gallina gigantesca que un día lloriqueara sin rumbo sobre los hombros de sus compañeros de equipo, o que les mandara callar conmovido mientras le dedican sus últimos aplausos. ”Llora como gallina lo que no has sabido defender como hombre”, le dijo su mamá a Boabdil, cuando perdió Granada para siempre.