He estado en Comillas estas vacaciones, igual que todas las Semanas Santas de los últimos años. No les voy a descubrir que es el pueblo más hermoso de Cantabria, porque eso ya lo sabe cualquiera que se haya dado un paseo por sus calles empedradas o por sus prados de miles de verdes distintos. Del mar de Comillas el que mejor ha hablado es su poeta. Me refiero a Jesús Cancio: “¡Te llevo, mar, tan metido dentro de mi corazón!/ Sobre la tierra absoluta, seis años sin oír tu voz”, clamaba con la misma nostalgia que el marinero en tierra de Alberti. Los castellanos respiramos tranquilos cuando, al llegar a Cantabria en primavera, volvemos a comprobar que el mar nos espera en su sitio, que no ha sido un sueño tejido por los hilos del deseo invernal. Allí está, tan cierto y tan inmenso como lo habíamos soñado. La poesía de Comillas, sin embargo, no reside tan solo en los versos de Cancio, sino también en las piedras de su cementerio, el más enigmático del mundo. Un ángel de ojos llameantes de piedra –parece una contradicción que convivan en la mirada el fuego y el frío de la piedra, pero es así- guarda con su espada ese misterio íntimo, insondable. A su lado, el Capricho de Gaudí es solo eso, un capricho hermosísimo y sin embargo prescindible. Comillas podría existir sin su capricho, pero no sin su ángel. A su lado, las otras esculturas, como la del segundo Marqués de Comillas, que preside la loma verde próxima a la playa, es una bagatela anecdótica y soberbia. En contraste con ella, si seguimos descendiendo en dirección al mar, nos encontramos con el sencillo monumento a Mario Camus, que eternizó el pueblo en “El prado de las estrellas”. En esa película se cuenta una historia de resistencia contra la avaricia irresponsable de los que creen ser dueños de la tierra de todos. Pienso esto en un día sombrío, no tanto porque no luzca el sol como porque ayer se cumplió no sé que aniversario del desastre de Chernóbil, mientras desde Japón nos llegan noticias cada día más funestas. Y estoy triste, si quieren que les diga la verdad. Tengo miedo, es así de sencillo. Miedo de la ingenuidad irresponsable que pone en peligro el destino de la Humanidad entera. Es muy probable que llegue un día en que nos sea muy difícil explicarles a los niños estos sencillos versos de Cancio: “De las orillas serenas / donde al romperse las olas/ sobre las blancas arenas….”, porque de la tierra se habrá ausentado definitivamente la serenidad y la blancura. Entonces será cierto que ya no deberemos temer al Infierno después de la muerte, porque, como nos anunciaba Jean Paul Sartre, el Infierno seremos nosotros. Ningún ángel podrá preservarnos con su espada del mal soterrado durante miles de siglos que la idiotez humana habrá liberado irremediablemente. He ido a la manifestación contra las centrales nucleares y no he visto allí a los jóvenes airados que esperaba encontrar. A lo mejor les parece a ustedes muy exagerado, pero, si lo piensan un poco, tendrán que darme la razón: para que podamos tendernos sobre la hierba verde, esperando que caiga la noche y el cielo se llene de estrellas, seguros de que al día siguiente va a amanecer, es necesario que los jóvenes tomen de nuevo la espada en la mano y que en sus ojos vuelva a brillar la llama del ángel de Comillas.