¡Vaya verano! A 15 grados de temperatura, leo el periódico mientras la lluvia se desliza paciente en los cristales. ¿Se acuerdan de aquellos veranos en que, a falta de otras noticias, se convocaba al Monstruo del Lago Ness? Y el caso es que noticias sí que abundan. En España, el culebrón de Camps con sus mentiras: un día decide que es mejor declararse culpable y otro que conviene declararse inocente; y al final nos ofrece un monólogo melodramático en el que expresa su indignación patriótica, ofendido porque se ponga en duda su palabra. Aunque bien mirado, ya que Camps le ha deparado tantos votos al PP, sobre todo desde que sufre persecución por la justicia, su partido debería proponerle candidato a Presidente de Gobierno. ¿Qué más da la trama Gürtel? Los votantes prefieren a candidatos bien vestidos. Pero a mí, como lectora, me parece más interesante el análisis de la mentira del “Pinocho” de Collodi. A la historia de Camps le falta el personaje de Pepito Gillo, la conciencia del muñeco de madera que lucha por convertirse en ser humano. A Camps, sin embargo, no le acompaña esa sombra, él es puro y sublime como un ángel custodio. Doy la vuelta a la página y encuentro la matanza de Oslo. La foto del asesino parece salir de un juego de animación por ordenador, y su minuciosa masacre, la de quien se ha entrenado jugando a matar. En los videojuegos no existe argumento, los personajes realizan el mismo gesto un millón de veces, disparan, disparan, hasta que acaban con todo lo que se mueve a su alrededor. Igual que en la Isla de Utoya. Y es curioso, no me conmueve. Lo digo con preocupación. ¿Será que yo también estoy dejando de ser un ser humano? Abandono el periódico y me pongo a leer las Memorias de Tolstoi. En la página 20, leo la despedida de Carlos Ivanovitch, que había sido su preceptor de infancia, al que su padre expulsa sin contemplaciones. Y leo: “después de haber servido por veinte años me veo obligado, con todas mis canas, a mendigar por la calle un pedazo de pan duro. ¡Dios lo ve todo y todo lo sabe! ¡Cúmplase su santa voluntad! ¡lo siento solo por ustedes, niños míos!” Y de repente, me siento realmente conmovida, a punto de llorar, por la historia de Carlos Ivanovitch. Ese es el poder de la literatura. Acaso si Tolstoi realizara el relato de lo que sucede en el mundo, al leer el periódico sentiría que lo que me están contando huele a verdad. Sin embargo, sin necesidad de que Tolstoi resucite, vuelvo otra página y encuentro algo que sí me conmueve: África con su hambre desesperada a cuestas, una tragedia que se cuenta sin palabras. Así termina el curso, entre la pantomima de un muñeco de madera, la crueldad idiota de un muñeco de animación y el oscuro silencio de los que nada llegan a decir. Y ahora, ¿qué podemos hacer en Occidente para seguir siendo seres humanos? A lo mejor analizar qué es lo que provoca el hambre en Somalia, y actuar en consecuencia. Y leer “Guerra y paz”, al menos hasta que vuelva a salir el sol.