El viernes se cumple un año de la muerte de Michael Jackson. Doce meses que han volado sin apenas jactarse de ello. 365 modestos días desde esa mañana en la que un locutor, entre sorprendido y circunspecto, anunciaba el fallecimiento del gran Michael Jackson. Su muerte supo estar a la altura de su vida. Su simple presencia era noticia. El talento le rebosaba desde niño. Es imposible que ningún hombre sea capaz de soportar tanta genialidad. Él tampoco pudo. Se construyó una vida a su medida. Odiaba el mundo que le rodeaba, empezando por él mismo. Seguro que la Psiquiatría ha conseguido relacionar sus obsesiones con la tortura psicológica que su padre empleaba para hacer de él un mito. Quienes de verdad le conocían (pocos; lo de las masas lo dejaba sólo para los conciertos), dicen que era tímido, divertido y cariñoso. Amaba a los animales y a los niños y, en su afán por rodearse de ellos, nació la leyenda negra de sus perversiones. Nunca se llegó a demostrar que abusara de ninguno, aunque en algún caso el dinero llegó a evitar su presencia en los tribunales. Nadie ha conseguido nunca entender qué llevaba a un hombre hecho y derecho a querer vivir en una mansión de fantasía rodeado de pequeños por todas partes. Aunque tal vez Michael nunca fuera un hombre; su mente maltratada se negó a crecer. A pesar de sus fobias, de sus terrores, de sus infinitas excentricidades, el gran Michael Jackson diseñó canciones maravillosas y videoclips que han marcado un antes y un después en el género. Fue un ingeniero de la música. Supo diseñar bailes imposibles y coreografías plagadas de originalidad. Me quedo con el paso ‘moonwalk’ de ‘Smooth criminal’ , con los grititos de ‘Billie Jean’, el desparpajo de ‘Thriller’ , la genialidad de ‘Black or white’ y la sinceridad de ‘Man in the mirror’. En todas ellas vive Michael. Los genios, como los viejos rockeros, nunca mueren.