Después de una jornada entre pésima y lamentable, ayer todavía me tenía reservada una sorpresita para rematar el día. Cuando ya estaba dispuesta a regresar a casa, tumbarme a la bartola y dedicar todo mi potencial a teclear el mando a distancia, mi coche se negó a arrancar. Probé una vez, y nada; una segunda, y tampoco; una tercera, una cuarta, una quinta… Agoté mi paciencia y rogué. Por favor, arranca… pero el Dios de los automóviles no quiso oírme, y el cuatro ruedas sólo me devolvió un ruido entrecortado de rugiditos apagados. Eso, y un festival de luces y pitidos que me llevó a tomar la única decisión que podía: pedir a alguien que me fuera a recoger. Ya de mañana, con el ánimo renovado, llamé al taller. ‘¿Y qué pone en el ordenador de abordo?’, preguntaron. ‘Anomalía del frenado’, contesté yo. ‘Entonces es la batería’, sentenciaron. Claro, es lógico, ¿cómo no se me ocurrió antes? Y yo pensando que era la junta de la trócola o la tapa del falordio, como en el anuncio de Gomespuma. Espero que en mi caso no me digan eso de ‘¡vaya preparando medio kilo, don Julitos!’…