“Al entrar en el pueblo me pareció oír el relincho de un caballo. Era imposible. Hacía muchos años, desde que murió el pobre Aurelio, el último vecino, que en el pueblo no quedaban caballos. Ni machos, ni burros, ni ovejas, ni cabras, ni gallinas. Nada. Por no quedar no quedaba un alma”. Así comienza ‘El caballo de cartón’, de Abel Hernández, la novela ganadora del último Premio de la Crítica de Castilla y León. La descripción corresponde a Sarnago, un pueblecito de la Sierra de la Alcarama, en las Tierras Altas sorianas, pero lo mismo valdría para cualquier otro pueblo abandonado de cualquiera de las nueve provincias de la región.
Éste es un retrato preciso de las tierras castellanas y leonesas. El más evocador, el más nostálgico, el más literario. Pero no el único. Basta contemplar la vitalidad de la mayor parte de nuestras capitales, para tener que admitir que el siglo XXI también ha traído otras consecuencias a la región. La estampa de esas ciudades de casino provinciano de las que hablaba Machado en su vivencia castellana existe todavía, es cierto, pero de manera cada vez más residual. La Europa de las ciudades está terminando de diseñar un modelo territorial en el que alrededor de los grandes núcleos urbanos se distribuye toda una tupida red de pequeños núcleos rurales, modernos, bien comunicados e integrados en un nuevo estilo de relación entre el hombre y la naturaleza. La desaparición del mundo rural tradicional es un drama que pone fin a una cultura milenaria basada en los ciclos de las cosechas y en la colaboración de los hombres con los animales domésticos, pero ni Castilla y León ni España son los primeros en sufrirlo. Lo que ocurre es que en otras regiones del mundo ya han encontrado una respuesta más o menos satisfactoria sobre la integración en la modernidad de todo ese acervo cultural de siglos, mientras que nosotros estamos todavía formulando la pregunta. Porque nos duele, y porque tenemos aún muy arraigado ese vínculo ancestral con un modo de vida al que la in quisición del progreso, de los mercados y de los sacrosantos mandamientos de la economía ha condenado ya desde hace mucho tiempo.
Ésta es una tierra con pasado. Pero también con un gran futuro. Así nos lo demuestran cada día esos emprendedores castellanos y leoneses que han sabido convertir sus mejores esencias, en sectores como la agroalimentación o el medio ambiente, no sólo en modelos exportables, sino también en fuentes de riqueza para las generaciones venideras. Ejemplos que tienen todavía un inmenso desarrollo por delante en sectores como la universidad, la cultura, el patrimonio o la investigación. Sin embargo, para terminar de sustituir un modelo por otro no sólo hacen falta políticas audaces, sino también empezar a trabajar por el principio. Y el principio no es otro que la ordenación racional del territorio. Sólo con un territorio ordenado, con un equilibrio verdadero entre las ciudades y sus redes de influencia, con una estructura de comunicaciones capaz de darles un nuevo sentido a nuestros pueblos y comarcas más amenazados, esas 118 medidas contra la despoblación, esos 500 millones anuales en inversión, esos 200 nuevos investigadores, esos 3.570 proyectos para nuevos emprendedores o esos 2.100 jóvenes que se deben incorporar a la nueva agricultura dejarán de ser cifras para convertirse, de verdad, en los nuevos pilares de una tierra de futuro y oportunidades; y no en un episodio más de la titánica lucha de los castellanos y leoneses contra el fantasma de la despoblación a lo largo de la mayor parte del siglo XX. Otra cosa es sembrar en baldío.