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Carlos Aganzo

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Gamberros, diletantes, genios

Muy pocos como Edward Morgan Forster han sabido retratar en sus novelas la belleza decadente, la hipocresía y las contradicciones de la Inglaterra de los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX. Las imágenes con las que David Lean y, sobre todo, James Ivory, llevaron más tarde al cine sus textos, en películas como “Pasaje a la India”, “Una habitación con vistas” o “Regreso a Howards End”, dibujan en nuestra retina la iconografía de un tiempo definitivamente romántico, que da fe del fulgor del que sin duda es uno de los momentos más extraordinarios de la historia de Occidente. Algo que se expresa, quizás todavía con mayor contundencia, en un libro como “Maurice”, llevado también a la gran pantalla por Ivory en 1987, con las interpretaciones inolvidables de Hugh Grant, James Wilby y Rupert Graves. Toda la languidez y la morbosidad, pero también el brillo de la aventura intelectual de los viejos colegios elitistas británicos; rectitud y transgresión, casta y contestación social, frivolidad, rebeldía y diletancia.


Ése era el caldo de cultivo en el que prosperó en la Universidad de Cambridge -para extender después su ejemplo por otros centros educativos, como el King”s College de Londres- la famosa sociedad secreta de los Apóstoles, la Cambridge Conversazione Society, fundada en 1820 por los doce discípulos del estudiante George Tomlinson, en plena efervescencia en el tránsito entre las dos centurias. Una liturgia que se repetía, cada tarde de sábado, con el debate sobre la ponencia de uno de sus miembros, y que cumplía fielmente el ritual de las ballenas (whales) de sardina con pan tostado, de los deslumbrantes libros de sesiones y de la custodia sagrada del Arca, que encerraba la sabiduría del grupo de generación en generación. Algunos de estos “apóstoles” (Strachey, Wittgenstein, Russell, Key-nes) continuaron después, al salir de la Universidad, fieles al espíritu de la conjura, integrándose en el famoso Círculo de Bloomsbury, un grupo de escritores, artistas e intelectuales que revolucionó, en el primer tercio del siglo XX, este viejo barrio londinense, que se extiende alrededor del Museo Británico y la Royal Academy of Dramatic Art. Un barrio en el que vivieron también, entre otros, personajes como John M. Barrie, el autor de “Peter Pan”; como Charles Dickens, Charles Darwin, George du Maurier o William Butler Yeats. Un barrio que también dio nombre a otro ilustre círculo, quizás menos conocido: el Bloomsbury Gang de Whigs, formado en el siglo XVIII por de John Russell, cuarto duque de Bedford.
Al lado del propio Morgan Forster, y sobre el núcleo duro que formaban Virginia Woolf; su marido, Leonard Sidney Woolf; su hermana, la pintora Vanessa Bell; el marido de ésta, Clive Bell, y el crítico de arte Roger Fry, el Círculo de Bloomsbury logró reunir a su alrededor a personalidades tan singulares como las del orientalista Arthur Walley, el escritor Lytton Strachey, el crítico literario Desmond MacCarthy, los escritores Katherine Mansfield y Gerald Brenan, y los pintores Dora Carrington y Duncan Grant. Y a auténticos agitadores de nuestra cultura como el Premio Nobel de Literatura Bertrand Rusell, su discíspulo Wittgenstein o el economista John Maynard Keynes. Una confluencia de talentos que llevó a escribir a Russell: «Cada vez que hablaba con Keynes, sentía que mi vida estaba en sus manos, y rara vez no me hacía sentir un poco tonto», y al propio Key-nes a decirle a su mujer, después de recibir a Wittgenstein en la estación: «He encontrado a Dios en el tren de las 5:15»… Verdaderos maestros de la literatura y del pensamiento de la pasada centuria que, además, nunca terminaron de perder esa cierta rebeldía juvenil que alumbró sus primeros años, ni tampoco esa ironía y ese sentido del humor que les caracterizó.
Cuando pienso en la aventura de los “apóstoles”, o en la vitalidad y el genio creador de los miembros del Círculo de Bloomsbury, se me vienen también a la memoria, inevitablemente, las divertidas excentricidades del grupo español de la Generación del 27: Lorca y Buñuel, disfrazados de barrenderos, escuchando cómo les criticaban los “putrefactos” con los que habían quedado en una esquina, o Alberti colándose en el Museo del Prado para ofrecer una surrealista explicación de “Las Meninas” a los incautos visitantes extranjeros… De hecho, no podemos olvidar que la verdadera fama del Círculo de Bloomsbury, el detonante que serviría para que el grupo terminara convirtiéndose en un auténtico mito, provendría precisamente de una gamberrada, de una broma colosal que sacudió los cimientos de la sociedad de su tiempo.
Fue en 1910 cuando seis miembros del Círculo, el poeta Horace de Vere Cole, la novelista Virginia Stephen (más tarde Virginia Woolf), el psiquiatra Adrien Stephen (su hermano), el pintor Duncan Grant, el naturalista Anthony Buxton y Guy Ridley se disfrazaron de príncipes abisinios -acompañados de un “traductor” y de un falso funcionario del Foreingn Office- para pasar revista, con honores de jefes de Estado, al acorazado HMS Dreadnought. La broma, que se tragó por completo el almirante William May, comandante de la Home Fleet, se cuajó con unos disfraces pintorescos, con la invención de una jerga que mezclaba lenguas indígenas africanas con frases de Horacio y Virgilio y con el recochineo de una expresión de admiración, «bunga bunga», que fue símbolo durante décadas de la farsa y de la vergüenza. Los azotes con un bastón en el trasero del poeta Cole, propinados por un grupo de indignados oficiales de la Royal Navy, apenas sirvieron para vengar una afrenta que puso en evidencia la simbología mayor del glorioso Imperio Británico…
Conviene recordarlo siempre, cuando pensamos, cien años después, en todas las cosas que nos quedan todavía por cambiar.

 

Algunos “apóstoles” de Cambridge pasaron a engrosar las filas del Círculo de Bloomsbury

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