El sol es el agujero negro del albino; el día más claro, su más cerrada noche. Pero ahora en Tanzania, y en otros corazones negros del África más ídem, la luna ha ocupado ese trono impío por una razón práctica, terrenal y deliberada que nada comparte con la involuntaria crueldad del sol: han puesto precio a las cabezas albinas, o sea a su piel, cabellos y uñas, y lógicamente al caer la noche protectora los cazadores ocasionales y hambrientos se multiplican. Decimos ahora porque ahora por fin alguien ha hablado, cuando la rutina de los acosos diarios ha dado paso al miedo por la muerte, que de seguir esta pendiente también puede convertirse en una rutina. Diecinueve muertos oficiales – cifras desde luego negras pero que esconden varias caries igual de negras e imposibles de precisar – hubo entre los albinos el pasado año, también niños porque la superstición no hace distingos, y menos aun la superstición recompensada sin regatear y en negro, que no tributa. Al parecer los niños en el África subsahariana se entusiasman entre clase y clase tirando tizas al albino, y así desarrollan unos músculos muy fuertes y elásticos que de adultos les permiten ganar en los grandes certámenes atléticos mundiales si cambiaron a tiempo de especialidad, porque de momento el tiro al albino no es disciplina olímpica. En cualquier caso la medalla olímpica queda muy lejos y nunca puede asegurarse al cien por cien, y como el dinero supersticioso no es cosa de niños, sus mayores han introducido en el juego el salto cualitativo de la tiza al machete, que lo hace mucho más emocionante y lucrativo, y lo han abierto a cualquiera sin límite de edad, que no sólo los niños tienen derecho a divertirse. Cierto que en esta versión filosa y urbanita de la liebre y el galgo los albinos parten con algunas desventajas: la proporción de liebres albinas es de una por cada tres mil galgos negros; la mayoría padece una miopía tan cercana a la ceguera, negra o blanca, que las gafas sólo les servirían para delatarlos aun más, pues casi nadie las lleva en Tanzania; casi todos mueren de cáncer de piel antes de doblar la medieval frontera de los 30… pero al protagonista de cualquier aventura se le exige un plus de valor, abnegación y audacia, nadie dijo que el heroísmo fuera fácil. Los aguerridos cazadores que consiguen hacerse con la codiciada presa no han tardado en percatarse de que el jugo de la recompensa se multiplica cuanto más desestructurada se encuentre, y así, en vez de entregar al albino sin más al mejor postor, lo despiezan metódicamente, destinándolos a los más necesitados: el cabello para las redes de los pescadores, los senos infantiles y adolescentes para el santero más sabio, etc. Así pues la caza al albino aguza los sentidos nocturnos, la puntería, el temple, lucha contra el sedentarismo, proporciona un sobresueldo extra y fortalece los lazos entre espíritus afines. Yo sólo veo una pega a todo esto, y es que el furor sin freno acabe por agotar la ya escasa gallina de los huevos albinos: llegará un punto en que no habrá piel sin pigmento que echarse al zurrón. Aunque bien mirado, tampoco es problema grave: el hombre siempre ha encontrado excusas sobre las que ensayar su odio y su ignorancia.
(El Norte de Castilla, junio de 2008)