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Eduardo Roldán

ENFASEREM

Dimitir de la vida

En una sociedad cuyo tratamiento de la muerte resulta esquizoide además de hipócrita (no se puede hablar de ella pero sí lucrarse a su costa, estilizándola en videojuegos manga y cine de kétchup), el suicidio se ha convertido no en el problema filosófico por excelencia, como quería Camus, sino en el tabú más hermético. Así, tras el suicidio por soga al cuello del escritor David Foster Wallace han asomado las periódicas, habituales muestras de impotencia que brotan cuando un fenómeno se niega a encasillarse en esos parámetros asumidos que consideramos inamovibles. Cómo alguien a quien han sonreído el éxito en su profesión y la espuma de la fama, alguien con una mujer a su lado que le quería, alguien con sólo 46 años ha podido… Porque lo único innegable es que ha podido. Quienes escupen estas preguntas sin destinatario (el único que hubiera podido responderlas es el muerto) parece a veces que se toman una decisión sobre la propia vida de alguien a quien no han conocido como una afrenta personal y deliberada por causarles dolor. Y el fatigar sus escritos en busca de “pistas reveladoras”, conscientes o no, de su futura decisión constituye un ejercicio tan estéril como insincero, es sólo el disfraz con el que se pretende entretener la impotencia ante un hecho que desborda la comprensión, en el sentido de facultad para entender y casi siempre también en el de tolerancia. Dicen buscar una razón, pero sólo hacen como que la buscan: la tienen delante y no quieren verla. Ni Virginia Woolf ni Primo Levi ni Foster Wallace comparten otra cosa que la de haber dicho basta. La depresión, la angustia, la fatiga, esos caudales irregulares y caprichosos, sencillamente a veces llegan con un volumen que no se puede achicar acudiendo a los habituales cubos de socorro: el amor, el trabajo, el futuro – el Futuro -, los piolines culturales; y entonces es mejor dejarlo, acudir a la armería o a la farmacia más cercanas y fin.

Esta ceguera voluntaria nada tiene que ver con la humana incomprensión que nace de nuestra incapacidad para meternos en la piel – en la cabeza – del suicida. El suicidio nos sitúa pues de la manera más radical ante lo que con respecto a la eutanasia Salvador Pániker ha llamado “derecho a dimitir de la vida”. ¿Por qué no va a tener derecho a dimitir alguien cuyos – acudiendo a la expresión de que se vale nuestro código penal – “graves padecimientos permanentes” se nos han pasado por alto? ¿O ha de ser la evidencia terminal perceptible por cualquiera para que admitamos el ejercicio de atributos como libre albedrío, autonomía, etc., supuestamente indisociables de la persona? Por supuesto que tal decisión siempre va a resultar en mayor o menor grado incomprensible para quienes quedamos de este lado, y admitirla se vuelve más y más difícil cuanto más estimemos-queramos-amemos al suicida. Pero no debe olvidarse el Perogrullo – y con frecuencia se olvida – de que, por mucho sufrimiento que pueda causar en quienes por ahora hemos decidido seguir en la rueda de las horas y los días, quien más sufre en un suicidio es el suicida, por la sencilla razón de que es irreversible, y que su sufrimiento hasta llegar al suicidio ha sido tal que le ha hecho optar por un naipe sin vuelta atrás.

(El Norte de Castilla, septiembre de 2008)

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Sobre el autor

Columnas, reseñas, apuntes a vuelamáquina... El autor cree en el derecho al silencio y al sueño profundo.


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