Con 177.500 soles peruanos, casi 50.000 de los cada día más devaluados euros, han multado al escritor Bryce Echenique por plagiar dieciséis artículos, aunque es probable que le encuentren más. La indignación ha sido unánime, frontal y sin fisuras. A uno en cambio le parecen demasiados soles para algo que todo el mundo hace. Woody Allen plagia a Bergman, Bergman plagiaba a Chéjov y así sucesivamente. Hasta Obama plagia a Lincoln en sus celebrados speeches. El plagio es un pecado tan extendido que a estas alturas no puede considerarse pecado, y delito casi nunca. Quien esté libre de plagio que tire la primera piedra.
Perfectamente puede verse la historia de la literatura como una larguísima historia del plagio, y en él han incurrido desde el cleptómano Borges, como le retrató Juan Bonilla, hasta Shakespeare o el citado Chéjov. ¿Se quiere así dar a entender que estos tres universales no eran sino amanuenses disfrazados? Para nada, aunque tuvieran también el don del disfraz a tiempo. Los tres ocupan asientos preferentes en el exclusivo club de los escritores más originales jamás habidos; es decir, en el club de los que mejor han plagiado. A través de sus plagios sublimes alcanzaron la condición de irrepetibles. ¿Plagió Joyce a Homero? Por supuesto, y al hacerlo logró una obra única, sin parangón hasta entonces ni después.
Bryce ha intentado justificarse arguyendo que plagio y contagio son términos sinónimos. Se agradece el regate lingüístico por lo que tiene de creativo y audaz, por lo que tiene del mejor Bryce, e incluso se agradece por lo que tiene de verdad, pero llega tarde y mal. A Bryce no se le ha condenado por plagiar, no se le ha condenado por tomar agua del río de la obra ajena y hacerla pasar por el molino del estilo propio: se le ha condenado por una serie de pueriles fotocopias, por un ejercicio de corta/pega doloso y además bastante ingenuo. Ejercicio, no se olvide, practicado a diario por infinitos internautas que, amparados por la descomunal y tupida telaraña catódica, hacen pasar como propios pensamientos y citas ajenas con la única elaboración literaria de pulsar seguidamente Ctrl. c y Ctrl. v. En este sentido Bryce ha el sido bigote de turco elegido, el condenado ejemplarizante que a nadie va a cohibir de seguir en lo mismo, y como tal se debe denunciar. Así, con este torpe fraude el autor de Un mundo para Julius, el de los “continuos hallazgos” que un amigo guionista no dejó de celebrarme en lejana charla de humo y madrugada, se ha menospreciado a sí mismo moral y literariamente, al situar unos escritos firmados con su nombre al mismo nivel de otros que carecen por completo de estilo, y que por tanto nada dicen. Otra prueba más de que el estilo es una cuestión moral. Además, casi con seguridad la sentencia empañe retrospectivamente toda su obra anterior. Una cagada total, en suma.
Para intentar perfumarla ha añadido que los artículos copiados son la prueba de la profunda admiración que siente por los verdaderos autores. Más admirados se habrían sentido si Bryce les hubiera enviado el cheque recibido. Ya que han trabajado de negros literarios, siquiera involuntariamente, al menos que cobren por ello.
(El Norte de Castilla, enero de 2009)