José Blanco, vicesecretario general de la marca política en el poder y cuyo apodo no puede decirse precisamente que lo reduzca, inició el sprint final de campaña con uno de los métodos que los políticos con más fruición y frecuencia ejercitan, el de darle la vuelta a la tortilla de la realidad, e hizo una llamada a las urnas pidiendo el voto de castigo para la otra marca mayoritaria, de momento todavía en segundo término, pero cuyo ansioso aliento notan los de la primera marca en la nuca y no les deja dormir.
Con mucho tino y no menos valor apuntaba el director de este diario en su carta del pasado domingo que el desprestigio de la clase política era también el desprestigio de la anquilosada y conformista sociedad civil que los sostiene. Apuntaba también que los resultados del 22-M dependerán en gran medida de los indecisos. Siendo esto así, sospechamos que el subgrupo de indecisos cuya única certeza es que votarán algo, terminarán votando por el peso de la rutina y no por el peso de la realidad, y de la rutina a la ruina solo hay una letra de diferencia. Quiere decirse que los asientos que cambien no traerán cambio alguno. La realidad política, esa de la que ninguna de las dos marcas que se reparten la tarta del bipartidismo quiere hablar, supone listas cerradas de candidatos; supone que en las generales un voto de los bloques nacionalistas cuenta como cuatro de IU; supone que cada vez que le llaman a las urnas al ciudadano se le agranda el agujero del bolsillo.
Así pues, uno, metido en campaña como Pepiño, pide el voto de castigo, y apela a todos esos indecisos que no saben si se darán o no el paseo hasta la urna el domingo para que se lo den y castiguen, sí, pero que no ciñan su castigo a una marca sola. Mucho se nos llena la boca hablando del voto en blanco, pero al final quién mete la papeleta.
(El Norte de Castilla, 19/5/2011)