La abrumadora victoria del PP en las elecciones del pasado domingo trajo un hecho insólito en nuestra reciente historia democrática, el de impedir al partido derrotado hacer una lectura deformada de los resultados y afirmar que la realidad de lo votado no es lo que pintan los abanicos de colores sino lo que sale de su boca, como si el ciudadano fuera ciego o tonto de remate. No ha habido muchas novedades más. Pese a la promesa de viento renovado que las concentraciones de plazas al sol prometían, al final se ha visto que la única democracia real que el pueblo español está dispuesto a asumir es la del bipartidismo. O sea que más de lo mismo. La quiebra de la inercia histórica en ciudades o Comunidades de ascendencia psoísta como Sevilla o Castilla La Mancha, de entrada un hecho democráticamente saludable, no se ha debido a la voluntad por un cambio real sino a la resignada elección de un mal menor. Prueba de ello es que en los feudos de inercia contraria, Valencia o Castilla León, ese mal menor se ha afirmado, si cabe, con mayor contundencia. Estamos muy mal, sí, pero podríamos estar peor, siempre se puede estar peor, y de ahí este mapa político, que no es el reflejo de una esperanza sino el reflejo del miedo.
El único acontecimiento en verdad novedoso ha sido la fulgurante entrada en escena de los extremistas vascos (lo siguen siendo, pues todo nacionalismo es en puridad extremista). Esta entrada representa sin duda el fogonazo nacionalista de más impacto, pero no debería perderse de vista que otras marcas nacionalistas – CiU, FAC – han reforzado o instaurado su posición hasta un punto probablemente insospechado por ellos mismos. Y este agarrarse al clavo que nos queda más cerca no es sino otro reflejo del miedo.
España ha votado posibilismo. España ha votado bipartidismo. España ha votado lampedusismo. Que nadie espere cambios sustanciales.
(El Norte de Castilla, 26/5/2011)