Más allá de la real puñeta que el puño en la mesa alemán ha tenido para los agricultores andaluces, que es ante todo lo que lamentamos, y de los demás daños económicos colaterales, la pelotera hispanogermana a costa del pepino nos ha permitido comprobar cuán saludable es el ejercicio de la piñata acusatoria, y con qué entusiasmo nos abandonamos a él. Como en la otra, el palo de la piñata acusatoria es ciego y fulminante, y la mayoría de las veces errado; como en la otra, no nos importa tanto la posible recompensa que esconde el vientre del objeto del castigo sino el mero hecho de soltar el porrazo, la pura adrenalina de la descarga. Es la diferencia entre buscar cabezas de turco y encontrar responsables. Nos basta elegir para tener la certeza de haber dado con el culpable. Mejor el juicio mediático que el juicio en tribunales. Mejor el dedazo tajante que la duda latente. La verdad es lenta y trabajosa, y conquistarla aburre y fatiga. Normalmente elegimos al turco más débil, por supuesto, el que no tiene otra capacidad de respuesta fuera de un grito tardío en el vacío, un grito que es más una obligación autoimpuesta que una verdadera demanda de restitución de lo que se le ha dañado, en la que no cree.

Si bien los alemanes merecen crédito al menos por la rectificación ante la evidencia en contra, cosa que tantos no hacen o no hacemos. Berlín se empepinó en que Almería era culpable no por una cuestión de mala fe sino por una cuestión de impaciencia. Con el porrazo a la piñata andaluza no pretendían ocultar errores propios o rebotar la propia culpa al más lejano; más bien se han dejado arrastrar por el canto atronador de los indicios y no atendido a la enunciación a media voz de la prueba. Un pecado de urgencia que nos puede salir muy caro. Ahora hace falta que se concluya la contrición y se restituya lo que se le debe a quien se le debe, se oiga o no en Berlín el lamento de Miguel Hernández que entonan los desamparados hombres del campo.

(El Norte de Castilla, 9/6/2011)