Ante los desmanes ocurridos al final del segundo encuentro en la eliminatoria entre el Granada y el Elche por el ascenso a la Primera División de fútbol, la inmediata reacción que han tenido los actores principales de la bochornosa representación ha sido la de sacudirse la responsabilidad y colgarle la culpa al de enfrente, deporte tan español como el propio fútbol. Que si vosotros apedreasteis primero nuestro autocar. Que si eso no cuenta porque fue fuera del estadio, y además antes nuestro portero había encajado dos puñetazos sobre el césped. Que si nos llamasteis indignos, que si vosotros hijos de. Que si tú, que si tú, que si tú. Y tú más y tú más y tú más.

Todas estas reacciones sintetizan, en un espejo valleinclanesco, lamentable y luminoso, la única y pobre motivación que estimula hoy a los, por así llamarlos, aficionados futbolísticos: el triunfo. A cualquier precio y sin importar la manera. Mejor ganar de penalti injusto que perder jugando bien. Mejor la victoria ramplona que un bello partido en tablas. La pregunta deportiva del que llega tarde no es qué tal el partido sino cómo van. El triunfo como motor no tiene nada de malo si nos motiva en cada momento, si el camino por alcanzarlo nos ha enriquecido de algún modo. Y no es que la derrota resulte deseable, pero triunfo y derrota no son sino precipitados muchas veces aleatorios de un proceso que es al que deberíamos prestar atención. Camus dijo que sus años de portero le habían enseñado más sobre la moral y las obligaciones de los hombres que todos los tratados de filosofía que había leído. Así, no es que el deporte haya degenerado como escuela de vida. La que ha degenerado es la vida misma. Importan los votos y no el programa, importa el título universitario y no que al terminar los estudios el alumno no sepa nada. El deporte se limita a adaptarse al ritmo de los tiempos, ciegos por alcanzar el deslumbrante fin, sin otras consideraciones.

¿Y después del fin, qué?

(El Norte de Castilla, 23/6/2011)