O la insoportable vacuidad del ser. El cine – el arte – no es un certamen, pero que esta película se haya alzado con la última Palma de Oro del Festival de Cannes desazona. O bien el nivel del festival ha sido paupérrimo – y según las crónicas en absoluto -, o bien el jurado ha votado con los ojos en los medios y no en la pantalla, con los ojos en el qué dirán y no con el corazón. Porque es difícil imaginar un film más – no diré pedante – autocomplaciente. Verbigracia, el fragmento/National Geographic del primer tercio, que dura lo que dura pero igual podía haber durado tres horas, o días, más; verbigracia, la filosofía de autoayuda de aeropuerto. Bresson aconsejaba no forzar la poesía; la imagen tiene un poder tan arrebatador que, de existir, la poesía termina aflorando – y el espectador captándola -; el tratar de que cada plano contenga una carga filosófica, semántica, tan abrumadora, no consigue sino el efecto contrario que pretende: desconecta al espectador de la pantalla, y uno se siente timado. Y sin embargo son innegables ciertos flecos, ciertos vislumbres – el gato del coche, con la duda del hijo de si retirarlo o no; las miradas maternales de la inmensa Jessica Chastain – que sugieren un camino más feliz que el tomado, lo que probablemente incremente la desazón por lo visto. Una pena.