Los planos frontales, estáticos, adoptan la mirada del espectador teatral; se dan sobre todo al principio, cuando la compañía está unida; según esta se desintegra se comienzan a incorporar, siempre de manera sutilísima, a la paleta de los planos, por así llamarla, y creo no es erróneo llamarla así, movimientos de cámara, lentos desplazamientos, oblicuidades. Un gusto en la realización, en definitiva, delicadísimo. El film procede por síntesis, un poco a la manera de Eisenstein pasado por Ozu, sin ningún énfasis gratuito; el film gusta de mostrar no solo el durante sino también el antes y el después, y en esto se separa del ruso, de los principios de la dramaturgia occidental clásica. El uso del color es asimismo magistral: modestamente preciso. Punto y aparte merece la carga semántica con que se dota al tabaco; el cigarrillo en este caso no es mero, como suele, elemento de atrezzo en el que el actor refugia sus inseguridades, el cigarrillo representa al mismo tiempo un reducto de libertad en el que creen los personajes y una concesión que el Estado les proporciona para mantenerlos anestesiados, una concesión menor que los inhiba de aspirar a otras más sustanciales (esto es lo que latía, estoy seguro, tras la promoción de Mao del tabaco, cuyo fin el film refleja). No recuerdo un actor que fume mejor – con mayor naturalidad, con más justo timing de la calada – que Hong Wei Wang.