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Eduardo Roldán

ENFASEREM

El dedo nos apunta

La democracia es el mejor de los sistemas imperfectos que hasta el momento el hombre ha ensayado para organizar su vida en común. La delegación de una cuota personal de autonomía para que otro señor la gestione tiene desde luego sus peligros y lados oscuros, y a medida que el tiempo pasa el pueblo va sabiendo cada vez menos a quién le ha entregado su cuota en realidad, hasta dónde llegan y quiénes mueven al señor que sale en el cartel electoral, y la sensación de hastío aumenta, y la resignación y el desencanto. La ficción que articula el sistema ha devenido en simulacro. Pero en los albores la ilusión – preñada de incertidumbre ingenua – florecía, o eso al menos aseguran las imágenes de y las letras sobre los pioneros del voto. Argentina, en el año 83, recién acababa de poner punto final – o eso se pensaba entonces: ya hemos visto lo que ha durado, lo que aún dura el epílogo – al yugo militar de Videla & Cía. (¿y CÍA?), y comenzaba ilusionada a despertar su democracia blanquiceleste. Es en este marco histórico donde se ubica la peripecia de El dedo; el marco físico, un pueblo o pago aislado como la aldea de Astérix, solo que cercado por la inmensidad de la Pampa y no por romanos con querencia por el vino galo, que con el último nacimiento local ha alcanzado la cifra de 501 habitantes y el derecho a organizarse democráticamente. Todo apunta a que será el juez de paz el primer elegido, hasta que la muerte a cuchillo del hermano del dueño de la tienda-para-casi-todo del pueblo aborta la carrera política del señor juez antes de arrancar: vuelven a ser 500. El hermano corta el dedo muerto y lo expone en un frasco de formol en la tienda hasta hacer justicia. El dedo, en el momento del duelo, apunta al cielo y salva a su asesino de una muerte segura, nocturna y comunal. El dedo va haciendo, con nuevos movimientos autónomos, sugerencias que se revelan soluciones a problemas que le plantean o “escucha”. Todo el pueblo acude al dedo. Al dedo lo presentan de candidato. El juez no se ha puesto al surreal proceso pues no desea se declare la muerte del hermano y les prohíban las elecciones. Un dedo candidateado contra un juez de paz por la presidencia de un pueblo perdido. Nos hallamos pues dentro de una ficción – el film – sobre otra ficción – la democracia.

¿Un planteamiento delirante? Puede, y bien está que así sea si se termina resolviendo con el pulso y la gracia – con la medida distancia – que el debutante en largo Sergio Teubal demuestra. ¿Realismo mágico, como con tanta insistencia se ha repetido? Si se quiere, pero algo más importante: ficción veraz. La película funciona como una pieza autónoma, completa: crea su propia realidad y esta el espectador la admite por entero, abandonándose a ella con gozo. No otra cosa se le pide al arte.

Pero El dedo no solo apunta las flaquezas de la democracia con ironía y a través de la ficción. Es también un dedo acusador inconsciente para con la realidad no ficticia del cine español, o al menos con cierto cine español: ese que confunde la comedia costumbrista con la chabacanería y el humor con la obviedad. La industria cinematográfica argentina de la última década no puede decirse haya contado con una infraestructura más boyante que la española, ni que sus perspectivas socioeconómicas fuesen más halagüeñas (si hubiera sido así, muchos de sus intérpretes no habrían emigrado), pero pese a ello han conseguido dar a conocer un ramillete de películas de temática y tono vario – no solo comedias: pensemos en Lisandro Alonso – más que dignas, con un sabor a la vez peculiar y compartido, inteligente y accesible (la inteligencia es mucho más accesible de lo que algunos programadores/productores de cine y t.v. se empeñan en creer, y más barata). El dedo, sí, es el último ejemplo venido del otro lado del Atlántico que nos debiera hacer reflexionar sobre qué queremos y adónde vamos con nuestro cine, si la línea iniciada por los Isaki Lacuesta, Jonás Trueba y algún otro va a asentarse y crecer o solo tolerarse como cuota obligada.

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cine, reseñas

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Columnas, reseñas, apuntes a vuelamáquina... El autor cree en el derecho al silencio y al sueño profundo.


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