En un mundo de oferta instantánea, global, abrumadora, una oferta en que el producto se agota – consumido o no – casi en el mismo momento de exponerse, y por el hecho de exponerse, es en la del ocio la industria donde de manera más visible se acusa el fenómeno. Y dentro de la del ocio, en el sector de la producción cinematográfica esta caducidad alcanza velocidades de parpadeo, al punto de que un film cuya gestación ha podido llevar dos, tres, cuatro años nace con la longevidad prevista de las tres noches que forman el fin de semana de su estreno; brevedad vital que tiene como consecuencia más evidente el tránsito sin noticia de algunas obras de gran valor con las que, con suerte, al cabo uno quizá se termine topando, y la de equiparar obras que por sus méritos no merecerían igual atención.
Esta fugacidad general hace hoy que un film que logra permanecer en cartel durante un mes o más sea diseccionado por las productoras con una obsesión tan voluntariosa como ineficaz, por la sencilla razón de que la fórmula del éxito no existe; si existiera, todo el mundo la aplicaría. Sin embargo la obsesión/superstición permanece, y después de muchas tablas analizadas e incógnitas socioeconómicas y culturales despejadas, después de muchos cafés nocturnos y muchas encuestas de opinión, después de muchas discusiones que nada resuelven, al final terminan casi siempre ofreciendo un producto que, al recibirlo, uno tiene la sensación de haberlo masticado antes. Y la tiene porque en efecto así ha sido: todas esas tablas y balanzas de pagos y sondeos de tendencias lo único que han conseguido es asentar la falta de riesgo en las propuestas. Lo único que han conseguido es coronar al cliché como rey absoluto de la oferta.
En SEMINCI hemos podido disfrutar de una cinta que asume de entrada esta lacra generalizada y la logra trascender; el director y guionista John Michael McDonagh ha conseguido la cuadratura del cliché: armar una obra muy original acudiendo al elemento que en sí mismo es su negación. The guard no es más que una sucesión de clichés a los que se les ha retorcido el brazo tanto para insuflarles nueva vida humorística como para, indirectamente, sugerir lo ridículo que es el acudir una y otra vez al mismo cajón de sastre de usos y costumbres. La previsibilidad mata al arte, pero sobre todo al arte del cine. Con una inteligencia paradójica y un punto milagrosa, McDonagh consigue no solo vencer la reticencia inicial del espectador, atraerlo a su juego y que este lo acepte, sino que el juego no decaiga durante todo el metraje. Audacia que ha merecido en el palmarés la recompensa, con toda justicia, de su omnipresente protagonista, Brendan Gleeson (cuya encarnación, por cierto, se basa también en un saco de clichés interpretativos, uno de los más famosos de la Historia del Cine: los gestuales y vocales de John Wayne; hasta físicamente se parecen ambos rostros), pero no debería olvidarse que es en la concepción/ejecución de la escritura del film donde fundamentalmente descansan sus virtudes. Bravo pues por McDonagh, que con The guard ha debutado en la dirección de largos. Esperemos vengan otros.
(Hay otra cinta, dentro del marco de las comedias guarro-gamberras de instituto, si no pionera sí la que con más claridad apostó por esta fórmula de poner al cliché del revés, una cinta celebérrima en el imaginario colectivo adolescente que nadie debiera perderse por prejuicios de título o cartel: Supersalidos. La siguiente del mismo director es ya una obra maestra indiscutible, un pre-Annie Hall del siglo XXI. Pero eso es ya otra historia.)