Segunda, enriquecedora vez. El alivio tras el miedo, tan gratificante: el presente no solo confirma sino que agranda el recuerdo. Son tantas las películas que se adhieren a su misma fórmula, tan pocas las que logran resultados.
La ironía naturalista con que son tratados y los detalles, los luminosos detalles que se les han adosado consiguen que aunque la galería de personajes no sean sino arquetipos mil veces vistos antes – la rubia de rouge y melena de seda espesa, el músico frustrado a quien su matrimonio y edad no consiguen hacerle abandone la adolescencia, el feo existencialista/nihilista lector de Gogol, el bufón obsexionado y primario, la joven torturada y con déficit afectivo que puede convertirse en el primer amor del héroe -, no solo se acepten sino que se los quiera. Los detalles, sí, los amados detalles de Nabokov. La poesía surge en cine si no se fuerza (Bresson), o si no se nota se ha forzado. Adventureland teje una red invisible/visible de relaciones entre personajes, matices del decorado, peripecia dramática, banda sonora, que fluye y te arrastra – te lleva, te desliza – diciendo siempre más de lo que dice, diciendo también siempre antes y después además de ahora. Esa red es la poesía. Canto a la melancolía y la ternura, película de tránsitos y fronteras – NY no es la meta sino el comienzo, la tierra donde van a comenzar las verdaderas aventuras del protagonista -, Amarcord no le es ajena. Alguna otra vez la he definido como una pre-Annie Hall treinta años más tarde. Es también la hermana de otra maravilla en blanco y negro que tampoco conoció el eco debido en su momento, Buscando un beso a medianoche. Una de esas pequeñas joyas que son tan grandes.