>, reza en mayúsculas miopes la bufanda publicitaria del libro, y como tantas veces antes, un enunciado así despierta en uno más la reticencia que la confianza; a diferencia de, en este caso la bufanda, si no justificada por completo, no le baila en exceso a una novela cuya ambición solo es comparable al número de sus páginas, más de seiscientas. Que se leen de entrada con dudas, ya se ha dicho; luego con asombro, más tarde con ansiedad y al final se cierran con gratitud. No importa que no se trate de la Novela del Año, de la Década o del Siglo, eso solo puede importarle a quienes consideran la literatura una prueba más de esas olimpiadas publicitarias que convencionalmente denominamos Cultura; que no sea una novela perfecta, como más y más puntillistas se vienen empeñando en “denunciar” en los últimos días, sobre todo porque novela y perfección son una pareja incompatible: importa que al cerrarla se tiene la certeza de haber disfrutado de una experiencia singular y grata.
América y Novela son, por el contrario, una pareja mucho más activa; una pareja en la que ha habido roces, broncas, separaciones, fogosos reencuentros, nuevas y más fuertes broncas, separaciones más largas, ultimatos, pero que por su naturaleza viven condenadas a encontrarse, a que al final siempre aparezca alguien que las intente volver a unir, a completar a la una con la otra aun sabiendo que la conjunción plena es imposible. Escribir la Gran Novela Americana ha sido el Tourmalet que los más ambiciosos narradores de ese país han querido coronar, desde Norman Mailer – acaso quien más explicítamente – hasta Scott Fitzgerald – que no lo quiso pero fue uno de los que más se aproximó a conseguirlo -, y la obsesión más tenaz de su crítica y su público. Con la aparición de Libertad volvió a encenderse la euforia del descubrimiento de los más impacientes – > -, y su autor, Jonathan Franzen, señalado como el nuevo, redivivo Mesías. Personalmente descreo de tales entusiasmos.
El reproche más claro que se le puede hacer a Libertad es la descompensación existente entre sus partes dialogadas y sus partes descriptivas, cayendo el platillo de los méritos claramente del lado de estas. Las dialogadas resultan en exceso explicativas, y en ellas, aparte la molestia recurrente de que todos los personajes hablen prácticamente igual, con una música demasiado similar, demasiado monocorde, se da la carencia fundamental de repetirse mucha de la información aportada en las partes descriptivas, y, más grave – pero por fortuna menos frecuente -, aun de explicarle al lector lo que está aconteciendo. Un detalle revela esta tendencia explicativa: el uso, por parte de todos los personajes, del adverbio > para referir un acontecimiento que presenciaron o un sentimiento que experimentaron.
Las partes descriptivas compensan sobradamente este déficit. Frazen ha querido asumir el riesgo de emplear el modelo decimonónico de novela dickensiano para narrar una época, la que va desde las décadas postreras del siglo XX hasta el arribo de Obama, que si por algo puede definirse es por su esencial fragmentariedad y multiplicidad de puntos de vista. Adopta para ello la voz del clásico narrador ominisciente o la de uno de los personajes, Patty, que narra a través de su autobiografía – >, quizá las dos mejores partes del libro – pero sin asumir en ella la primera persona, de modo que las dos voces no son en realidad sino la misma. Y adopta la forma de la crónica familiar, otro de los vehículos con mayor tradición novelística y uno de los que más obras memorables ha legado, de los Buendía a los Buddenbrook, para tratar distintas aristas del inagotable tema que da título al libro, esa idea/ideal que ha construido América y en que, recíprocamente, América no ha dejado de creer. No obstante, todas estas aristas – la libertad económica, la sexual, la autonomía personal, etc. – tienen en la novela un motor común, un núcleo al que se deben y alimentan, que no es otro que el amor. En las decisiones que emprenden todos los personajes, sean en el ámbito que sean, late más o menos explícitamente la búsqueda o la presencia de ese sentimiento que en definitiva quizá sea la forma más genuina de libertad.
Una falta habitual en las novelas de este peso es el mal uso que se da del trabajo de investigación previo. El dato por el dato es lo único que se suele encontrar en los autores que no tienen nada que decir, o que no tienen tanto que decir como para llenar seiscientas páginas, y solo tratan de hacer pasar la enciclopedia por narración, con lo cual al final solo consiguen aburrir. No es el caso de Franzen, cuya apabullante investigación no deja nunca la sensación de corta-pega, y se destila de manera cuidadosa y sagaz, consiguiendo que el dato arrope la creación del mundo literario y no se sienta un mero wiki-apósito. En Franzen el dato es detalle revelador, no maquillaje vacío.
En resumen, Libertad quizá no sea la Gran Novela Americana que algunos han querido ver en ella – la Gran Novela Americana no se halla en un solo libro sino en una serie -, pero si no “la”, sí es sin duda una gran novela americana. Que tenga imperfecciones, que habría habido quizá que aplicarle unas pocas correcciones, por acudir al anterior título de Franzen, pulirle algunas rugosidades, eso difícil resulta de cuestionar, pero esas imperfecciones que los puntillistas enarbolan como pruebas indiscutibles del fracaso de Franzen son solo el precio que hay que pagar para poder disfrutar del resto de bondades. Y se trata de un precio más que razonable, aparte de inevitable. El propio maximalismo de la propuesta conlleva implícito ese tributo. Por acudir para terminar a las palabras con que el autor de la serie aludida juzgó uno de sus más admirables empeños, diremos que Libertad constituye un espléndido fracaso.
(La sombra del ciprés, 12/11/2011)