La sonrisa de Berlusconi me fascina. Misterio de plástico, insípido e incansable como un chicle, no ha dejado de exhibirla en su largo, muy largo periodo como cabeza, visible y en la sombra, de ese conglomerado de intereses incompatibles que él había hecho de Italia, esa que iba a arreglar como el fontanero que repara un desagüe, según le explicó a su hijo. Por muy apurada que hubiera sido la vista judicial, por monumental la paliza que les hubiera dado el Inter, la sonrisa terminaba apareciendo, normalmente acompañada por una mano en saludo. Uno ha escrito mucho, algo, un poco, de Berlusconi, en parte movido por la indignación, en parte por el surrealismo del personaje – surrealismo trágico, pero surrealismo al fin -, en parte por su concentrado simbolismo: Berlusconi aglutina tantas carencias, y las airea con tal orgullo, que cualquiera diría es un personaje ideado por un escritor de novelas pulp para el villano de su historia. Y sin embargo – he ahí la tragedia – su presencia es, ha sido, muy real. Y uno no puede dejar de mirarlo, de buscar en él el porqué no puede apartar los ojos atónitos y asqueados de su rayuveado rostro.
Quizá por dar respuesta a esa pregunta hizo Nanni Moretti El Caimán – de la que los distribuidores españoles decidieron pasar -, y así dar a su vez respuesta a ese masoquismo aparente del pueblo italiano, empeñado en su mayoría en otorgar poder blanqueado y blanqueante a la sonrisa. Porque la sonrisa será de plástico, pero desde luego no el cerebro: el Caimán ha dimitido del cargo – > – pero no ha dimitido de sus inmunidades judiciales ni de otras prerrogativas; como sospecho, ay, que tampoco ha dimitido de su fiebre de poder: el Caimán se larga con lágrimas de cocodrilo, pero por desgracia es probable que no haya dado todavía su último mordisco.
(El Norte de Castilla, 17/11/2011)