Se consumó la mayoría absoluta más aplastante y menos sopresiva de la historia de la democracia española, tan aplastante que ni siquiera el principal derrotado ha sido capaz de encontrar un cabo al que agarrarse, por endeble que este fuera, para hacer una lectura sesgada de los resultados y vestirlos de seda. Previsiblemente, el candidato ganador insistió en su primera intervención en el mantra de que será el presidente de todos los españoles (como si no fuera su obligación). Espero que ese > incluya también no solo a quienes no le han votado a él sino a los que no hemos votado a nadie, casi diez millones, un veintiséis por ciento largo de los convocados a meter la papela en las urnas, y de esta forma nuestra voz silenciosa comience a dejarse oír y no se tape antes de que abramos la boca, con el argumento de que no tenemos derecho a hablar por no habernos dado el paseo hasta el colegio electoral.
Pertenecemos a la raza democrática de los acusados, y como a la otra hasta no hace tanto se nos culpa, más o menos veladamente, de la degeneración del invento. Pero es el invento el que está degenerado. Es él el que permite que un partido con 323.517 votos tenga los mismos diputados que uno con 1.140.242; es él el que obliga a elegir a bloques cerrados y no a personas según su valía; es él el que, teniendo los medios para abaratar el ejercicio del sufragio y para permitir una participación con mayor frecuencia, cuando surja un asunto que lo demande, se contenta con conceder al ciudadano la facultad de entregar su consentimiento monolítico cada cuatro años y por todo ese periodo, como si en el lapso no pudiera matizar o cambiar de parecer.
No es que seamos indiferentes – no al menos todos, como nos acusan muchos de los que votan en blanco (ellos sí acatan el sistema) -. No es desconocimiento. No es renuncia sino denuncia: implícita. Que nos critiquen, desde luego. Pero que primero nos comprendan.
(El Norte de Castilla, 24/11/2011)