El único deber del artista, sí, es decir la verdad, pero la verdad artística; la verdad que la obra —cuadro o novela, sinfonía o película— lleva dentro de sí, y que el trabajo del artista, si es justo, será capaz de revelar. Verdad de la obra que, además, coincide con la verdad del artista. Porque se trata de su verdad artística, la verdad —esa, no otra— que el artista siente encierra la obra. El ejemplo más gráfico, histórico, es quizá el David que Miguel Ángel le sacó al bloque de mármol, que el bloque de mármol guardaba dentro de sí esperando a que alguien se lo sacara. Leonardo a lo mejor le hubiera sacado un Moisés al mismo bloque, que sería tan verdad como el David. Cuestión concomitante: ¿qué se propone esta película, qué se propone su creador? Nada, es decir: ser —o sea todo—. Y este ser tiene su plasmación práctica en el cumplimiento del apotegma >. Si el espectador siente le están haciendo perder el tiempo, el artista no ha cumplido su objetivo, por mucho que su obra trate de las más elevadas cuestiones del alma y la carne. Sin entretenimiento no hay comunicación.
The artist cuenta la historia de Norma Desmond aderezada con hechos o rumores biográficos de la Garbo y otros y otras estrellas de la época en que los estudios tenían personalidad y un actor era algo más que un saco de anabolizantes con obsesión por el pasado —ese vacío— de su personaje. Cuenta también el tránsito de un mundo que muere a otro que se levanta como un dinosaurio súbito —digamos el tránsito del papel al píxel, puesto a día de hoy—, y las dudas y angustias que todo tránsito conlleva en quienes de algún modo se habían hecho un hueco, siquiera privado, en el mundo que muere.
Carta de amor al cine, por supuesto, pero también a una forma de entender la vida donde el honor y la buena educación eran dos cerezas de un mismo racimo, donde el silencio, y por tanto la palabra, tenían su peso, su tiempo, su pulso; donde la fidelidad no dependía solo de los ceros de un cheque sino de las experiencias compartidas, donde los scripts vestían pajarita y no zapatillas de deporte. Como carta de amor al cine, uno de los mayores logros del film consiste en insertar sus homenajes sin que chirríen, eso que tantos intentan y tan pocos consiguen, convencidos con que vale hacer la mención a la referencia para dotar de contenido el plano o la frase. Me vienen a la cabeza algunos: el descubrimiento en el desván de las sábanas que cubren las otrora posesiones del protagonista, cuyo último picado, con las sábanas en el suelo, remite a Ciudadano Kane y sus portadas esparcidas; el plano en el que, en el cristal del escaparate, se funden el cuerpo del protagonista y el esmoquin empeñado, que a Ninotchka —¿no tienen además los rombos de la tela del fondo del escaparate el mismo dibujo que aquel ante el que la Garbo escupía: >?—, o el baile de colofón, con pasos tomados de, al menos, Un día en Nueva York, Cantando bajo la lluvia y juraría que también Sombrero de copa. Hablando de planos, los hay que pasarán, o deberían pasar, directamente al imaginario colectivo del cinéfilo: el del whisky invertido en la mesa de cristal, el del diálogo de escalera que señala la ruptura, sin ellos saberlo, de su relación profesional, ya iniciada, y de la personal en ciernes; sobre todo el de ella abrazándose a través del esmoquin de él, y que es sin duda el momento cinematográfico del año, de la década, de lo que se quiera.
El hasta hoy desconocido director —>, se escuchaba al salir de la sala— emplea todos los recursos del cine mudo, que siguen siendo los del cine, con una delicadeza que es también, a la vez, homenaje y creación, y entre los que destaca una fotografía en inmortal blanco y negro amorosa como la piel de un edredón de plumas. Como ocurría en el cine mudo, los actores tienen un peso abrumador, omnipresente, en la película. Apuntar solo que ella —Bérénice Bejo—no está inferior a él —Jean Dujardin—, aunque cuente con menos minutos; y que él tiene no solo gestos sino cara de cine mudo, entre Melvyn Douglas, Valentino y Errol Flynn. Ambos merecen todos los laureles, que ojalá les abran puertas a proyectos de (su) interés. Y antes de acabar, no olvidar que detrás del milagro hay un guion preciso como un rayo de sol, sobre el que el milagro descansa en primer y último término. Les dejará mudos de asombro.