Al acometer la lectura de El rey pálido se yerguen ante el lector un par de dudas intimidantes. La primera y más obvia es la energía y el tiempo que la empresa va a requerir de él; no solo por la extensión de la obra —550 páginas a letra de biblia— sino por la previsible densidad literaria, por así llamarla, que aquella ha de contener, teniendo en cuenta quién la firma y lo que ello implica: David Foster Wallace, acaso el autor más conscientemente formalista/experimentalista de los surgidos en el último cuarto del siglo pasado, al menos entre los que han alcanzado gran repercusión pública. La segunda duda es complemento de la primera y afecta al hecho mismo de la autoría. Casi seguro el posible lector de El rey pálido, inmersos como estamos en una sociedad que entiende la difusión cultural más como la publicitación de las miserias de alcoba y drogas de un autor que como la del estudio de la obra que ha producido, conozca el desventurado final biográfico del firmante del texto. No pretendemos alimentar el morbo; si lo mencionamos, es porque la abrupta muerte de DFW incide directamente en la configuración final del volumen. No solo por el hecho de que se trata de una novela inacabada, con todo lo que ello implica en cuanto al nivel de exigencia del texto que se nos presenta —¿Realmente el autor estaba conforme, lo consideraba digno de publicarse?—, sino por la magnitud de esa falla: la marea de notas, apuntes y archivos encontrados sugieren que DFW proyectaba una novela de más de mil páginas y con el triple de capítulos que la publicada; además, lo encontrado se hallaba en un orden caótico colosal, con indicaciones escasas o incluso contradictorias sobre el orden de capítulos y párrafos y del contenido de estos. Nos encontramos, pues, ante una obra en gran medida de autoría compartida: por DFW y por Michael Pietsch, editor, quien en la nota del prólogo reconoce que reducir esta vastísima cantidad de material a la forma de un libro publicable ha sido >. Ninguna de las dos dudas expuestas debería cohibir de la lectura. Indiscutiblemente el libro armado por Pietsch no es el libro que hubiera armado DFW, incluso aunque se hubiera decidido por recortarle hasta poco más de la mitad de su cálculo inicial. Pero también es indiscutible que Pietsch ha superado el desafío con summa cum laude —ayudado en castellano por una traducción ejemplar de Javier Calvo—: la versión publicada de El rey pálido bien puede considerarse definitiva, y lamentarse por el que pudo ser y no ha sido es solo un ejercicio inane; lo único de lo que cabe lamentarse es de que la aventura literaria de DFW haya llegado a su fin con este título.
Con él, aquel se propuso un reto aun mayor que el asumido con La broma infinita, la cuarta vuelta sin red tras el éxito del triple mortal. Y es que El rey pálido pretende interesar al lector con una narración sobre el tedio; el tedio absoluto, burocrático, informe e interminable que, entre los años 1985 y 1986, soportan los funcionarios del Centro 047 de la Agencia Tributaria, situada en Peoria, Illinois, algo así como el equivalente geográfico del centro mismo de la nada, entre los que se encuentra un tal David Wallace, quien en un prefacio inserto en el capítulo 9 nos asegura que en realidad no tenemos entre manos una novela sino algo más cercano a la autobiografía. Pero Wallace no es el narrador. Su (anti)peripecia, su (anti)historia es solo uno de los muchos cristales que forman el caleidoscopio que es la Agencia, un mundo, como el de Huxley, estratificado con rigor matemático y que muy poco tiene de feliz, si por felicidad entendemos la realización de los anhelos, pues los mandamases, pasapáginas, mierdifantes, examinadores y demás fauna que pueblan la Agencia mayormente se dedican a estar, sin otro horizonte que el de su mesa de trabajo de sucedáneo de madera y su nómina federal a fin de mes. Para contar este universo DFW exprime un abanico de técnicas narrativas donde tienen cabida no las más o menos previsibles, si es que un adjetivo así es aplicable a DFW, del monólogo interior, el diálogo stacatto, la descripción objetivista o el narrador omnisciente, sino hasta la “transcripción” fonográfica o de un informe burocrático, todas ellas con otros tantos tonos —irónico, trágico, elegiaco, desprendido, etc.— emotivos. Habrá quizá quien entienda esta decisión como puro manierismo, que el formalismo/experimentalismo de DFW citado al principio solo enmascara el vacío. Se equivocaría. No hay manierismo en la escritura de Wallace sino una honestidad desarmante, y todas estas voces forman una orquesta orgánica en la que la del autor no deja nunca de llevar la batuta. Igual que Joyce logró en Ulises la tragedia sin héroe trágico, DFW ha logrado, también con el solo bastón de su estilo, sostener una abrumadora narración sobre el hastío sin que el interés decaiga un instante.
Obra monumental, imperfecta, fascinante, El rey pálido es el canto del cisne de un genio solitario cuya vocación y compromiso suponen un referente moral innegable para todo el que entienda la literatura como una herramienta —perfectible, desde luego, pero insustituible — para comprender la realidad.
(La sombra del ciprés, 14/1/2012)