Aseguran los escasos afortunados que lo tratan que el maestro ya no los reconoce. Aseguran que repite las mismas, educadas, blancas preguntas una y otra vez, con la misma emoción y curiosidad por saber la respuesta que se le ha dado dos minutos antes, como un pez infantil que te mirase de plano y humilde. Aseguran que no es capaz de citar los títulos de sus novelas, esas a las que ha dedicado su vida y que millones de lectores en todo el mundo llevan más de medio siglo fatigando incansables, siempre a la espera de una sorpresa que saben terminará surgiendo, quizá en ese pasaje que tienen subrayado y han leído mil veces. Es así de triste: la más perfecta prosa en castellano del siglo, la más imitada, la más inimitable, la más querida, es incapaz de recordarse. García Márquez ha logrado sortear el ogro del cáncer pero no el desagüe del alzhéimer. Así, el último gran proyecto literario de su vida, la trilogía de sus memorias, quedará trunco, reducido a un solo volumen cuya cita de apertura reza: >. Es decir: que la falta de memoria es la muerte en vida, porque al perder la memoria el hombre pierde su identidad. Marcel Proust ha sido con casi toda seguridad el escritor que más hondamente ha buceado en las aguas de la memoria, en sus mecanismos, sus caprichos y sus subterfugios. Demostró con una magdalena y una taza de té que la memoria que cuenta es la memoria involuntaria, pues es esta la que de verdad ha retenido lo que merece la pena retener, y es a la que se refiere García Márquez en la cita comentada. Pero para despertar la memoria involuntaria, incluso para despertar la memoria falsa, la de recuerdos creados, es necesario contar con memoria; Proust quizá lo dio por supuesto porque la suya era excepcional. La de Gabo torna blanca día a día, otra víctima de una plaga que marchita el mundo y que es quizá lo que uno más teme.
(El Norte de Castilla, 14/6/2012)