Ahora que la adrenalina sudorosa de la Eurocopa se va enfriando, toca pasar de la redondez deportiva de la pelota de cuero a la redondez metálica y gélida de la moneda y volver a centrarnos en el euro, esa abstracción tangible. Porque de fútbol se puede vivir hasta cierto punto —se puede, incluso, vivir sin fútbol, por increíble que parezca—, pero sin moneda la cosa se pone más chunga. Rajoy ha dicho que hay un amplio grupo de entidades que no pueden financiarse, y si una mañana nos desayunamos con que la prima de riesgo se ha saltado el listón de los 500 puntos, a la siguiente con que el de los 515, y el café al suelo por el susto. El problema pues es cómo asentar la certidumbre, cualquier certidumbre, siquiera la de que efectivamente no hay nada que hacer, que todo está perdido y mejor haríamos liquidando el tinglado de una vez y empezar, los afortunados que quedasen, de cero. Gracias a la crisis los europeos estamos aprendiendo economía como el naúfrago que aprende a hacer un fuego: porque quizá la palmemos igual, pero si no, la palmamos seguro. Y sin embargo, cuanto más aprendemos menos seguros estamos. Mayormente por los propios economistas, esos metereólogos del dinero, cuya frase más repetida es >. La economía es la ciencia del habrá que ver, y lo próximo que quizá veamos sea la desaparición del euro. Lo cierto es que el euro, al menos en España, no ha terminado de cuajar. Entró a pie quebrado —>—, y la gripe prematura del crecimiento súbito al cabo solo ha logrado debilitarlo y conseguir que muchos añoren la peseta, pues con la peseta seríamos pobres igual, pero al menos sabríamos que somos pobres de peseta. ¿Conseguirá el frente hispanoitalofrancés vencer la resistencia finesa, prolongar la caridad alemana sin agotar su paciencia, a ser posible a interés reducido? Europa es una moneda y muchas sogas al cuello. Al menos en el fútbol las reglas están claras, aun para romperlas.
(El Norte de Castilla, 5/7/2012)