Ni Norman Mailer, ni Joyce Carol Oates, ni Billy Wilder, ni Truman Capote ni Terenci Moix, tampoco las cabezas y los cuerpos que la trataron más de cerca, Kennedy o Arthur Miller, lograron desentrañar el misterio Marilyn. Misterio que sus escritos íntimos no hacen sino incrementar, y por tanto volverlo más fascinante. El corazón de este misterio radica en el brutal divorcio entre la superficie y el interior, o lo poco del interior que hemos logrado conocer. El ángel blanco en el rostro y el ángel negro —pero negro de sí mismo— por debajo. ¿Por qué nos turba tanto el misterio Marilyn? Quizá porque nos muestra sin disfraces la esencial realidad de que, salvo excepciones, nadie conoce a nadie. Somos islas que de vez en cuando contactamos, sí, pero somos ante todo icebergs: una parte vista y nueve partes ocultas.