Con la resaca llega la duda, y se hace difícil acertar con el motivo de la juerga. ¿Para qué, en definitiva, tantos fastos? No desde luego para la “promoción” del deporte. Quien así lo crea o está ciego o no quiere ver, que es una forma de ceguera mucho más efectiva. Cualquiera que tenga un conocimiento mínimo de los rudimentos productivos industriales (y el deporte es una industria) concedería que toda la inversión llevada a cabo en estas dos semanas de aros continentales en la capital londinense habría obtenido unos resultados mucho más saludables, deportivamente hablando, si se hubiera destinado a la promoción, pongamos, del deporte base. Ocurre que el deporte base no vende camisetas, y la economía es hoy más que nunca la ciencia del beneficio inmediato. Y tampoco la promoción afectará positivamente a esos deportes que a diario obtienen la misma atención popular y el mismo apoyo institucional (pero la primera depende en gran medida del segundo) que las peleas de gallos, o menos. Ya en los telediarios de los dos últimos días de competición empezaron a colarse de rondón los partidos inanes que nuestros dos equipos-emblema han jugado en los USA y por ahí. No tardarán ni dos semanas en monopolizar las noticias deportivas otra vez.
Todo lo cual deja entrever una hipocresía presente/latente, la de ese “espíritu olímpico” que, se nos ha repetido hasta el mareo, es el motor primero, y el fin, de la juerga. Al final, para ver quiénes han sido los triunfadores de estos días no hace falta mirar el medallero; la mayoría de los que allí aparecen serán olvidados mañana, ya están olvidados hoy: los verdaderos triunfadores viajan en jet privado o del COI y solo sudan si ven bajar sus acciones en Bolsa.