Todos los que en España nos dedicamos ―y muchos de los que se dedican fuera de ella― al ejercicio un tanto masoquista de masticar la realidad con los mecanismos que conceden y los límites que imponen dos folios en blanco le debemos algo. Todos: incluso quienes ―peor para ellos― no lo han leído, si es que queda alguno; también quienes lo devoraron con fervor de prosélitos y luego renegaron de él con igual intensidad. Una deuda que nada tiene que ver con los tics de la prosa, tan fácilmente detectables en quienes lo han o lo hemos imitado alguna vez, y que aún hoy nos descubrimos imitándolo a veces, sino con el sentido más profundo del término estilo, la moralidad que este conlleva.
El estilo, la búsqueda de la eficacia en la escritura, es una búsqueda moral, y el renunciar a esta búsqueda supone renunciar a la verdad; supone también renunciar a la propia voz. No es que la verdad siempre se alcance, pero buscar hay que buscarla, solo sea por no quedarse afónico. En un tiempo en que lo único que parece contar es el dato por el dato, la cosa por la cosa, el martirologio laico de Umbral, día a día, folio a folio, por encontrar el núcleo esencial, el rizo inesperado, por encontrar la verdad en la forma y a través de la forma, es una enseñanza de una vigencia inexcusable, que previsiblemente irá, además, adquiriendo mayor importancia según el tiempo avance. A los cinco años de su muerte, el legado esencial que nos dejó Francisco Umbral aún está por asumirse.