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Eduardo Roldán

ENFASEREM

Energético profesionalismo

La fama tiene caprichos que el mérito no entiende. La fama se entrega a veces ―tantas― a quien no merece su compañía que lo más saludable sería no prestarle atención en absoluto. Lo cual no es fácil para quien no recibe sus favores; puede que en sí no signifique nada, pero su significado indirecto es profundo: menos contratos, menos anticipos; en suma, menos libertad. La trayectoria musical de Elliott Murphy (Nueva York, 1949) encierra una paradoja peculiar. Con casi cuarenta años y treinta discos, saludados todos con fervor por las distintas esferas de la industria ―crítica, otros músicos―, emparentado en sus comienzos con figuras que ya hace tiempo alcanzaron la condición de mito, Dylan o Springsteen, con una legión de seguidores fiel, su nombre sin embargo no ha abandonado nunca cierta marginalidad, incluso cierta oscuridad que le ha hecho impermeable a la atención del gran público. Valladolid parece sin embargo uno de los nichos con una legión-Murphy asentada, y ayer el Teatro Cervantes mostró una ocupación más que aceptable.

Murphy presentó, acompañado en cuarteto por The Normandy All Stars (dos guitarras electroacústicas, un bajo y una batería, más las puntuales intervenciones a la armónica de EM), varios cortes de sus últimos LP’s —Rain, rain, rain; Rock ‘n Roll ‘n Rock ‘n Roll; You don’t need to be more than yourself— así como un puñado de clásicos de su repertorio, Everything I do leads me back to you  o You never know you’re in for.

En escena Murphy da un Jim Jarmusch melenudo, un  trovador country al que le gusta interpretar con un punto de teatralidad (esencial en los vocalistas de rock); como instrumentista, no espere encontrarse el oyente con el virtuosismo de un Ry Cooder: es un ínterprete correcto, de un funcionalismo despegado, que deja los alardes solísticos al guitarrista Olivier Durand. El punto fuerte —el punto más fuerte— de Murphy se halla en la composición. En la mejor tradición del frondoso árbol folk-rock americano ―prolífica, arriesgada, siempre mirando hacia delante sin olvidar de donde viene―, logra dotar a sus composiciones de un equilibrio entre letra y música tan fácil en apariencia como difícil de alcanzar. Desde luego, la afinidad con Dylan está ahí, y Murphy no la ha negado nunca ―las afinidades son incluso instrumentales―, pero reducirlo a mero calco del de Minnesota es como reducir a Elmo Hope a calco de Bud Powell. Son composiciones que por lo general rehuyen la sofisticación, o digamos que su sofisticación está precisamente en saber despojarse de arreglos fatuos, y de este modo llegar más directas al oyente. Las armonías retorcidas de Steely Dan están muy bien y sin duda asombran, pero hay veces en que después de otra semana de mierda todo lo que le apetece a uno es batir unas cuantas palmas y pegar algunos gritos con un roncanrol pegadizo y sincopado.

En este sentido, el recital de anoche produjo otra paradoja. El grupo dio la sensación de haber salido con el papel demasiado aprendido, cada uno de sus miembros en su acotada casilla, y que el margen para la espontaneidad del momento se había reducido a la casi nada —la mayor sorpresa se dio con un problema de empalme sonoro al final del concierto—. Prácticamente todos los temas lucían el mismo patrón —estribillo vocal, solo de guitarra, vuelta al estribillo tocado de forma más encendida—, el mismo tempo medio, el mismo tran-tran. Sin embargo, no dejaron por ello de mostrarse en todo momento como unos profesionales entregados y eficaces, y el público supo apreciarlo y agradecerlo, siguiendo los mandados de EM con entusiasmo. La energía estuvo presente desde el primer hasta el último acorde, y se pudieron saborear en abundancia el tipo de emociones que solo es capaz de proporcionar el directo y son imposibles de reproducir en el salón de la casa propia por muy hi-fi que sea el equipo donde se ponga el cedé. En resumen, mucha carretera, mucha palma, y una sensación de gratitud plena a la salida.

(El Norte de Castilla, 6/12/2012)

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