Ahora viene el gobierno de la Columbia Británica y anuncia medidas coercitivas, fulminantes, inminentes contra el acoso cibernético, se planta indignado en el primer lugar de la fila de dolientes y promete más vigilancia, más debate, más control, todo porque no vuelva a repetirse el caso, para que no haya una segunda Amanda, hay que atajar y atacar a los acosadores que se embozan en el anonimato de internet con toda la contundencia de la ley penal, hay que hacerlo y vamos hacerlo, sí, ya lo va a ver el mundo entero. Lo que no reconocen es la inutilidad de su empresa si la acción no es justamente global, mundial. Lo que no reconocen es que ya es demasiado tarde. Lo que no reconocen es que si Amanda no se hubiera suicidado, no les habrían entrado las prisas de la indignación: lo que no reconocen es su parte de culpa.
De momento, quizá la detección del acosador sea imposible, por mucha ayuda que Anonymous y otros ciberadalides de la justicia se ofrezcan prestar. Pero no nos engañemos: lo más trágico del caso de Amanda Todd no es la existencia de este cobarde solitario, motor primero de la muerte. La verdadera tragedia radica en la actitud de desprecio, repudio y ataques verbales y físicos que Amanda sufrió por quienes la rodeaban ―y la aislaban― día a día. Cobardes también pero al abrigo del grupo, de la masa, la masa genera odio, cuán fácil es el insulto coreado, el empujón por la espalda que sabe va a ser recibido con risas y aplausos. Y estos sí están identificados o son identificables. ¿A qué espera el gobierno de la CB para proceder contra ellos y abrir una investigación? La de Amanda Todd ha sido la crónica de una muerte anunciada que solo anunció ella, en cartulinas infantiles como gritos de angustia en blanco y negro. Las tres últimas cartulinas de su petición de ayuda dicen: No tengo a nadie. Necesito a alguien. Me llamo Amanda Todd. Amanda Todd es hoy una entrada de la wikipedia.
(El Norte de Castilla, 25/10/2012)