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Eduardo Roldán

ENFASEREM

Fronteras rotas

Wim Wenders llevaba veinte años detrás de las cámaras y diez largos de ficción filmados cuando rodó El cielo sobre Berlín hace un cuarto de siglo, tras la imborrable Paris, Texas. El cielo… supone la ratificación de Wenders como uno de los más singulares creadores no solo de los cineastas surgidos con el milagro económico alemán sino del panorama mundial, y la obra que con más claridad radiografía los claros y sombras de una filmografía tan discutida como insoslayable. Además de la citada, entre los largos de ficción que por entonces WW ya había rodado se contaban su trilogía de carretera —Alicia en las ciudades, Falso movimiento, En el curso del tiempo—, un delicioso homenaje a la literatura y al cine negros —Hammett— y uno de los más depurados ejercicios de suspense que la pantalla haya conocido —El amigo americano.

No conviene olvidar que hace un cuarto de siglo no el cielo sobre sino el suelo de Berlín estaba todavía atravesado por la cicatriz de acero, y que esa cicatriz era el primer, más evidente problema práctico a la hora de dar una visión global de la ciudad. La idea inicial de Wenders fue la de utilizar un cartero que testimoniara lo que veía según llevaba a cabo sus entregas; pero la cicatriz se imponía, y la bicicleta del cartero no confería la libertad necesaria para dar esa visión de la ciudad que WW tenía más o menos en mente. De ahí los ángeles. Los ángeles de El cielo… poseen la facultad de trasladarse donde quieran con solo quererlo; para los ángeles no existen cicatrices físicas que les impidan la movilidad, y este don, unido al de poder escuchar los pensamientos de las personas aun a muchos metros de distancia, fue el que dio a WW la solución para mostrar Berlín de la manera más completa: inconexa y relacionada, compuesta de mil historias solitarias que no forman sino una sola gran Historia, la de la ciudad, que es la del hombre como género.

Esta dualidad entre historias e Historia es solo una de las muchas que poblan la cinta, al punto de que la dualidad puede considerarse el tema principal de la misma. Los ejemplos son muchos: el más evidente, que los ángeles protagonistas son dos; la dualidad Berlín Este/Berlín Oeste; inmortalidad y mortalidad; presente y pasado; ver y tocar, espíritu y materia, deseo y acto. Estos y otros ejemplos tienen hasta su equivalente en pantalla en la dualidad cromática en que está rodado el filme, tonos sepias cuando la cámara adopta el punto de vista de los ángeles y en color cuando el de los hombres. E incluso el propio filme es dual, pues que El cielo… es solo la primera parte de un díptico que se completa con Tan lejos, tan cerca, ya rodada en el Berlín reunificado, sin cicatriz visible. Todas las dualidades apuntadas se sintetizan en la que distingue entre ángeles y hombres, sin duda la más relevante por ser la que enciende la mecha del relato y de la que derivan todas las reflexiones que la película propone. En efecto: uno de los dos ángeles termina por cansarse de mirar y no tocar, de ver en sepia y no en color, de discurrir y no sentir, de querer querer y no poder, y así da el salto inverso y se convierte en hombre, con todo lo que tocar, el color y el amor suponen también: el dolor, el cansancio, la duda, el rechazo.

Este salto para abrazar la humanidad —y por tanto romper la dualidad— que da el ángel simboliza, en un contexto más amplio, el concepto esencial del cine de Wenders, que es el concepto de frontera. El cine de WW es un cine de fronteras, que trata de romperlas, que no deja de cruzarlas. Desde luego que física, geográficamente —la lista abarcaría la casi totalidad de su filmografía—, pero no solo. Al comienzo de este artículo hemos distinguido entre largos de ficción y documentales; la distinción solo tiene función didáctica, clasificatoria, pero no es real. En todos los documentales de Wenders late un pulso narrativo, y a la vez todas sus ficciones, también las más futuristas —Hasta el fin del mundo—  tienen una cualidad documental, una vocación de cámara-testigo (Hammett, por las propias exigencias del enfoque, sería la excepción, o aparente excepción). Cámara-testigo que sin embargo no pretende disolverse en la imagen narrada como un testigo invisible, sino que se impone y logra, gracias a la precisión y belleza de sus encuadres, enriquecer aquella. Este talento para el ecuadre y la planificación le ha valido paradójicamente repetidas acusaciones a Wenders de esteticista vacío, como le valieron a Antonioni, lo cual jamás he entendido: primero, porque el encuadre forma parte del contenido de la imagen, es ya contenido —frontera artificial, la de forma y fondo—, y segundo porque acusar a un director de preocuparse por cómo utilizar la cámara es como acusar a un escritor de preocuparse demasiado por las palabras y la sintaxis. (Que en ocasiones haya WW cruzado esa otra frontera que separa lo sublime de lo ridículo no tiene nada que ver con esta depuración formal.) Por último, los mejores filmes de Wenders consiguen aunar arquitectura/urbanismo, pintura, música y poesía en un solo objeto, síntesis que entre las artes solo el cine es capaz de lograr y hacia la que ha de tender siempre. El cielo sobre Berlín quizá no sea el mejor filme de WW, pero sí el mayor exponente de estas fronteras rotas. Solo por eso merecería la pena revisarse.

(La sombra del ciprés, 3/11/2012)

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Sobre el autor

Columnas, reseñas, apuntes a vuelamáquina... El autor cree en el derecho al silencio y al sueño profundo.


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