El sentido de un final supone el último estadio de lo que podríamos calificar etapa crepuscular de Julian Barnes, etapa que, con el paréntesis de Arthur & George, se remonta hasta La mesa limón y se completa con Nada que temer y Pulso. Tras haberse aproximado al asunto con el vehículo en apariencia más elusivo del relato corto —en la primera y tercera obra citadas— y en apariencia más frontal de las memorias —en la segunda—, ahora Barnes opta por el camino intermedio de la novela en primera persona. Como sugieren los títulos, > a tratar es la muerte.
Muerte que ha sido una constante en la obra de Barnes desde la inicial Metroland, y que en esta etapa final camina siempre, con los dedos más o menos entrelazados, de la mano de la memoria. En El sentido de un final esta unión resulta más apretada que nunca. La novela está narrada en dos partes por un sexagenario moderadamente voluptuoso; en la primera expone brevemente —el conjunto no va más allá de las 186 páginas, con muchos espacios y grandes caracteres— los años de formación mediante la selección de una serie de acontecimientos que sientan las bases para la búsqueda, más activa físicamente, que tendrá lugar en la segunda parte. Selección que por fuerza es gran medida arbitraria, pues la memoria siempre lo es. Hablamos aquí de la memoria proustiana, esa que la voluntad puede convocar solo hasta cierto grado, y que revela sus imágenes más verdaderas —que más tarde nos damos cuenta eran las más verdaderas— de forma espontánea. El origen de la búsqueda de la segunda parte es el suicidio del más inteligente de sus tres amigos, quien además mantuvo, con consentimiento del narrador, una relación con la primera novia de este; el detonante es un diario dejado en legado que la ex no quiere entregarle. Así, el objetivo inmediato —hacerse con el diario— supone a su vez otra búsqueda, la de reordenar, y por tanto entender, el pasado, esos hechos presentados en la primera parte que de a poco van adquiriendo nueva luz, en ocasiones una nueva luz más oscura. No es ocioso el que el propio narrador sea historiador de profesión, y muy consciente además de que la memoria muchas veces falsea los hechos que acontecieron; no deja de apuntar >, >, etc. El problema de la veracidad histórica se plantea pues desde el comienzo, y al hacer a su protagonista a la vez historiador y memorialista, y consciente de sus carencias, Barnes parece alinearse con quienes consideramos que la expresión, tan actual, de > es sencillamente una aberración.
Acaso pueda pensar el lector que va a encontrarse con una lectura depresiva. No hay tal. El rescoldo que deja El sentido de un final no resulta sombrío. Este Barnes crepuscular es un hombre que mantiene la esperanza, que asume que en el tercer acto de la vida la sorpresa es posible —y el descubrimiento, y la vibración del amor—, que asume que la espera no supone conformismo erosivo y que no tiene por qué desesperar. Igualmente el humor, un río que, como la muerte, recorre la obra de Barnes desde el comienzo, no se abandona en El sentido…, y la sonrisa (>) no deja de asomar aquí y allá. El de Barnes es un humor inglés en el mejor sentido: irónico, con un punto de melancolía, con un punto de acidez, con un punto —también— de compasión por el objeto humorizado.
Para concluir apuntemos que El sentido de un final obtuvo en 2011 el más codiciado premio de las letras inglesas, el Booker. No puedo afirmar que la concesión sea justa porque desconozco el resto de novelas finalistas, y si no >, como dijo Jay McInerney que Barnes hacía en cada novela, sí consigue algo más importante: que resulte memorable.
(La sombra del ciprés, 16/3/2013)