Hay quien asegura que la escasez agudiza el ingenio, y así la crisis, si no otra cosa, sí ha ido generando al menos un ramillete de neologismos con los que tratar de acotar y definir la depresiva realidad. El último ha sido escrache, importado de Argentina, quizá el país del mundo que más oído e inventiva tenga para el léxico de la calle, como demuestra el tango. En Buenos Aires todos los taxistas hablan como Raúl del Pozo.
El término dio el salto mediático con el infame asalto veraniego al domicilio de Ruiz-Gallardón, y desde aquel éxito ha ido brotando aquí y allá como tormentas domiciliarias, indignadas y afónicas. Porque este suele ser el resultado del escrache, la afonía de los participantes y el cabreo del parlamentario escracheado, con lo que las posiciones terminan más alejadas que como empezaron. Mal negocio para todos. Y ahora además el cinematófago fiscal general del Estado, Eduardo Torres-Dulce, ha dicho que hay que estudiar si el escrache tiene consecuencias penales. Medida quizá impopular, pero desde luego lógica. Porque la justicia de la petición no justifica la manera de pedirla. La tragedia de los deshaucios exige una solución inmediata, pero tal no pasa por plantarse en la entrada de la casa de una persona que a fin de cuentas ha sido elegida en las urnas para vocearle cuatro frescas con un megáfono, ni siquiera cuando las otras vías de actuación disponibles no funcionan. Habrá que buscar otras vías o engrasar las que existen. Claro que la disciplina de partido es un sinsentido democrático y que la eficacia real de la Inciativa Popular viene a ser pareja a la de colgarse una pata de conejo al cuello para protegerse de la gripe, pero en el momento en que el domicilio ajeno se convierte en punto de encuentro encendido, el pilar esencial de la convivencia ―la autonomía del individuo― comienza a torcerse. Democracia sigue siendo que cuando uno abre la puerta a un desconocido, este sea hermano del lechero de Churchill.
(El Norte de Castilla, 11/4/2013)