Con 12 palabras y menos de 120 caracteres puede pararse el mundo, siquiera por diez minutos. Wall Street sufrió la pasada semana la más súbita y abisal caída desde el jueves negro del 29 no por la explosión de un artefacto colocado en el servicio de caballeros del edificio sino por un tuit enviado a una lejana agencia de prensa. Para que luego digan que las palabras no importan. Es verdad que no ha sido más que un parpadeo, el espejismo de una fisura en el mamut del Sistema y que al cabo el dinero ha vuelto a las manos de los de siempre, ¿pero cuántos corazones se pararon, cuántos niveles de azúcar se dispararon en el breve lapso? El ataque fue de una ingenuidad casi romántica, muy de celebrar en estos tiempos ultratecnificados, y aunque el resultado ―sin duda previsto de entrada por los mensajeros― nulo, la acción en sí ya merece celebrarse: no porque haya desvelado fallos en el Sistema, que no lo ha hecho, sino como muestra de picardía.
Lo que ha desvelado el modesto y envenenado tuit ha sido la constatación de que al final de la cadena es el elemento humano, para bien o para mal, el que decide si la cosa va para arriba o para abajo o se queda donde está. Kaspárov dijo que los ordenadores eran tontos porque solo tenían silicio. Y es que no basta con tener una CPU capaz de calcular millones de algoritmos por segundo si no hay alguien detrás que sepa leer entre las líneas de código, percibir la ironía o el engaño del texto literal, elegir la defensa francesa y no la siliciana ante el peón de rey. La diferencia entre el bróker y el autómata que compra y vende acciones es que el bróker, por muy obsesionado con hacer dinero que esté, sabe todavía que esas acciones son algo más que títulos contables. Cierto: el bróker es falible al rumor y al soborno, puede padecer de insomnio o ansiedad, quizá decida acabar con todo y tirarse por la ventana, pero entiende que no siempre la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta.
(El Norte de Castilla, 2/5/2013)