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Eduardo Roldán

ENFASEREM

El blues feliz de Michael Chabon

De la excepcional generación que a principios de los 90 cogió la antorcha novelística de los Paul Auster, Don DeLillo y demás monstruos precedentes, Michael Chabon ha sido con diferencia quien con mayor entusiasmo ha transitado las carreteras secundarias del género. Novela gótica, novela negroapocalíptica, novela-pastiche (sobre Sherlock Holmes), progresivamente Chabon se ha ido separando del enfoque más naturalista de sus primeras narraciones ―los relatos de Un mundo modelo y parte de Algunos hombres lobo, que cuentan con algunas piezas perfectas por mucho que ahora Chabon hasta cierto punto las desdeñe; y Los misterios de Pittsburgh y Chicos prodigiosos, cuyas tramas respectivas de mafia y escuela universitaria son solo delgados soportes para justificar dos novelas clásicas de iniciación— para adentrarse por una ruta arbolada de fantasía. Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay supuso el punto de inflexión de ese enfoque inicial y la aventura por la ruta fantástica, que llegaría a su apogeo con la aludida El sindicato de policía yiddish. Con Telegraph Avenue, Chabon cierra el círculo y regresa al naturalismo poético de sus comienzos sin por ello sacudirse el polvo que se le ha ido adhiriendo en el camino. Así, insiste en el uso del narrador omnisciente y vuelve a realizar a la vez un homenaje y una defensa de algunos de los hitos de la cultura popular, en este caso la música —sobre todo el soul-jazz de los 70— y el cine —sobre todo el cine de Quentin Tarantino.

La prosa de Chabon es ante todo generosa, y el abandono, quizá para siempre, de la primera persona —a la que en sus comienzos fue tan fiel— por el narrador omnisciente no hace sino potenciar esa generosidad. Que tiene en su propia exuberancia el quizá único defecto achacable a Chabon; en ocasiones da la sensación de que, maravillado por la brillantez de su propio caudal expresivo, incide en detalles que muy poco tienen de reveladores, que parecen meras llamadas de atención para que el lector repare en la inagotable agudeza de su ingenio o en la profundidad de la documentación llevada a cabo, pero que erosionan la cohesión orgánica de la escena que está describiendo, la desinflan. Narrativamente, algún corte puntual no le hubiera venido mal al texto, incluso aunque eso supusiera privarnos de hallazgos tan deliciosos como: “… era hetero a las doce en punto” (en inglés > y > utilizan el mismo vocablo); o: >; o: >; y así miles.

Quizá haya alguien que conozca un poco algunas de las notas de este reseñador y piense: > Esta opinión puede no valer por otros motivos, pero no por ese. Se equivoca quien crea que la novela solo se puede disfrutar si se captan las referencias musicales y cinematográficas. Con solo referencias una novela no se sostiene, con solo referencias no hay novela sino wikipedia entre dos tapas duras. La novela ha de percibirse como objeto artístico autónomo, y las referencias como una parte integral de ella: que nazcan naturalmente de los personajes, que se imbriquen con el clima de la narración. De las muchas referencias culturales que pueblan la novela uno ha captado un puñado; lo cual puede que complete, dé el brillo final a la sentencia o párrafo del que la referencia forma parte, pero no lo fundamenta. Y por otro lado, el lector curioso que desconozca la referencia puede disfrutar del placer añadido, que se le niega a quien sí la conoce, de investigarla y experimentar el asombro agradecido y gozoso del descubrimiento, que es uno de los mejores regalos que proporciona la vida. Puede incluso que a la larga se haga fanático de la Blue Note.

Valga esto también para aclarar que el tema de Telegraph Avenue no es ni el jazz ni el cine, como se ha dicho, ni tampoco la paternidad, ni la amistad ni la nostalgia por un mundo que muere —qué son los discos sino redondas cápsulas de tiempo—; estos son temas menores, temas satélites de un gran tema/sol que se constata en el imborrable diálogo de la página 171 entre las dos comadronas: no otro que el respeto por uno mismo, y el compromiso en acto que ese respeto conlleva.

Michael Chabon ha vuelto a escribir una de las novelas del año, y se me ocurre ahora otro reproche: que con casi quinientas cincuenta páginas se haga tan corta.

(La sombra del ciprés, 8/6/2013)

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Columnas, reseñas, apuntes a vuelamáquina... El autor cree en el derecho al silencio y al sueño profundo.


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