Hace un mes ya que la NASA confirmó el ingreso del Voyager 1 en el espacio interestelar, siendo así el primer objeto fabricado por el hombre que dice adiós al sufrido, generoso amparo del sol; ahora debe de andar, pulgada arriba pulgada abajo, a unos 1.888×1010 km. del astro rey. Cifras tan estratosféricas suponen siempre una ducha, no diré fría, pero sin duda fresca, de relativismo. Nos creemos algo, pero al final somos poco más que polvo de estrellas. Y estrellas hay tantas. El Voyager lleva 36 años alejándose de la Tierra, recopilando datos, haciendo cálculos, continuando una labor de mar en la arena hasta que alcance un punto en que la señal no llegue o las pilas se le agoten, lo que suceda antes, mártir que se sacrifica en favor de todos, pobre. Qué no habrá visto el Voyager. Uno mismo ronda su edad y lo más insólito que ha presenciado ha sido el cartón-piedra de Las Vegas. No es lo mismo.
Por si se diera el contacto con algún extraterrestre extraviado, en su interior la nave terrícola transporta un disco de oro con piezas de Bach, saludos de bienvenida en 55 idiomas, el sonido del viento, de un beso, fórmulas matemáticas, láminas de anatomía, una foto del Taj Mahal, en fin, una botica cultural/histórica que se quiere representativa de la vida en nuestra bola azul. Pero que solo lo es muy relativamente, no ya por los cambios brutales acaecidos en el último cuarto de siglo sino por el brillo del disco. Es un disco sin cara B. Nada de Auschwitz, nada de hambrunas, nada de rencores: cosas que sin duda también somos. El disco es pues un anzuelo idílico, que si pescase al citado extraterrestre sin duda atraería su atención. Solo que cuando se acercase por aquí a echar un vistazo se toparía, ay, con la realidad. ¿Y para qué se han ido tan lejos estos señores, con lo que les queda todavía por arreglar en su planeta?, acaso se preguntase. Por mi parte lo único que le pido al Voyager es que salude a Sun Ra si se cruza con él.
(El Norte de Castilla, 17/10/2013)