Este año el día de las Naciones Unidas ha querido coincidir con el cuarenta aniversario del fin de la guerra de Yom Kippur, una conjunción que, vista la evolución/involución del conflicto en la zona, hace que nos preguntemos por el papel real que desempeña la ONU en todas esas erupciones de pobreza, armas, catástrofes naturales y de otro tipo que brotan en el rostro del mundo intermitente pero incansablemente, casi siempre por más tiempo del previsto/temido. El Medio Oriente es el juez ante el que no valen subterfugios a la hora de evaluar la eficacia real de las mil y una resoluciones que Naciones Unidas no deja de emitir con la prodigalidad del voluntario que reparte folletos informativos en una esquina. Y como con los folletos del voluntario, uno tiene la sensación de que las resoluciones de la ONU acaban en la papelera tan pronto como el destinatario les echa un vistazo por encima. Cuarenta años después del fin formal de la guerra, Siria se halla, si cabe, en una situación más desesperada que entonces. 100.000 víctimas de guerra, cuatro millones de desplazados, dos de refugiados en países aledaños y más allá, y eso sí, un arsenal químico ante el que no hay teléfono rojo capaz de poner coto. La ONU auxilia, sin duda auxilia, pero ha de hacer frente a los problemas de financiación y distribución de recursos, asimismo objeto de codicia ―véase el documental de SEMINCI Ayuda mortal―, y, sobre todo, a la soberbia gubernamental de los Estados implicados. ¿De qué vale una nueva Conferencia de Paz, con acuerdo unánime de los miembros permanentes del Consejo, si los contendientes no la acatan? Al revés que un grupo eficiente ―equipo de fútbol, empresa, orquesta sinfónica―, el poder conjunto del Consejo de Seguridad parece menor que el de la suma de sus partes individualmente consideradas. Al final la guerra en los Balcanes se termina porque EEUU se planta, y el problema es que a veces se planta a la contra moral, o sea Irak.

(El Norte de Castilla, 24/10/2013)