Si en un sueño nos hubieran dicho que habría un solo hombre que alcanzaría la inmortalidad, muchos hubiéramos soñado/pensado en él, como si esa condición que algunos de sus personajes rozaron no fuera imposible para quien los creó. No ha sido así, por supuesto, lo malo de los sueños es que tarde o temprano uno tiene que abrir los ojos, como tarde o temprano llega un día en que uno los cierra para siempre. Se ha repetido casi con exceso en las horas siguientes a su muerte que García Márquez ha alcanzado la inmortalidad gracias a su obra, y aunque no es ni mucho menos el primer creador —no solo escritor— de quien se ha dicho esto, el poder de seducción que tiene aquella, capaz de aglutinar tantas y tan dispares sensibilidades, de generar una adhesión casi universal y sin matices, hace que en su caso el tópico parezca menos tópico, casi una apreciación novedosa. No obstante cabe preguntarse: ¿inmortalidad? En un mundo ávido de información, en el que hemos permutado la memoria por unos y ceros, donde lo que es al instante siguiente es menos o ya no es, hasta una obra de la frondosidad de la de García Márquez corre el peligro de perderse por el desagüe del olvido. Y eso que ni siquiera Francisco Umbral dejó un vacío comparable.