Por lo vasto, profundo y resonante de la materia resulta muy difícil imaginar un título más atractivo que Los judíos y las palabras, escrito al alimón por Amos Oz y Fania Oz-Salzberger, hija del primero e historiadora, y editado por Siruela > de la Embajada de Israel en España. Lástima que la resolución no colme las expectativas iniciales. Articulado en torno a una tesis muy lúcida, el ensayo se ve sin embargo empañado por la manera en que aquella se expone.
En esencia lo que vienen a defender los autores es que, partiendo de la base de que existe una identidad judía, un algo definitorio/distintivo, esa identidad se encuentra no en el océano de la genética ni en el huerto de la religión sino en el bosque de las letras. >, afirman al comienzo del libro. Por supuesto, esa línea de texto se ha nutrido y se nutre de religión —para empezar, porque en gran medida la tradición verbal judía, aun la laica, se basa en la Biblia, la Torá y otros textos de sustrato religioso—, pero lo particular no es el contenido —otros muchos pueblos cuentan con textos sagrados— sino la manera en que el contenido es tratado: como punto de partida y no como fin. La cultura judía ha invitado siempre a la discusión de los textos sagrados, a su manejo y su volteo. La sacralidad de los textos no supone una prohibición de acercamiento ni exige un acatamiento sin crítica, sino que es garantía de que podrán soportar casi cualquier crítica que les caiga, de que están abiertos a casi cualquier interpretación. El uso los hace más fuertes, y quienes los usan se hacen más fuertestambién. En las escuelas se impele a los alumnos a discrepar con el rabino, y los rabinos pueden incluso cuestionar a Dios y —más importante— vencerlo en la esgrima dialéctica. (No por nada casi indefectiblemente los abogados en las películas americanas son de origen judío. Un cliché puede resultar aburrido pero no tiene por qué ser necesariamente falso, al contrario.) Esta fe en la palabra no hubiera podido arraigar y expandirse en la manera en que lo ha hecho si desde los comienzos hubiera estado su uso restringido a las clases con medios económicos para dedicarse al estudio. Las palabras abolen las barreras sociales, y ante ellas, del mismo modo que el folio en blanco iguala a todos los escritores, sea cual sea el reconocimiento que hayan conseguido, todos los hombres tienen las mismas dudas, los mismos caminos se les abren. El otro factor que ayuda a arraigar la palabra en el judío es la continuidad que se da entre escuela y familia: no existe escisión entre una y otra sino una suerte de circuito donde la corriente no deja de fluir, y así en los niños va calando poco a poco y sin que se den cuenta el peso que las palabras tienen y, con él, desarrollen su independencia, un pensamiento propio que no se limite a asumir lo que les es masticado. Así, la sola Santísima Trinidad que reconoce la comunidad judía es Recordar, Aprender y Debatir.
La tesis resulta original y, más importante, invita a la discusión. El problema radica en la tendencia de los autores a explicar en lugar de solo exponer. >, >, > son fórmulas que se repiten a lo largo del texto, minorándolo. Un texto no ha de explicarse, porque el texto se explica a sí mismo: es una realidad que no necesita de andamiajes extras; en lugar de apuntalar la idea, el andamiaje la deslava. Los autores deberían haber tomado ejemplo de esos rabinos que dan vueltas y vueltas al sentido de una frase y dejado un margen para que el lector pusiera algo de su parte. Un segundo problema es la excesiva enumeración para sostener un punto de vista, práctica que lo único que logra es volver el texto cansino —no es un libro largo pero en ciertos pasajes se siente largo—. Por último, hubiera sido también de agradecer la omisión de la irritante coletilla, omnipresente, de referirse a sí mismos, cuando es uno de ellos el que hace una observación, como > o >.
Lo mejor del libro se deja para el final: un Epílogo que cuenta con un delicioso estudio del humor judío, tan autocrítico y sin embargo tan revitalizante —toda crítica y cuestionamiento han de comenzar por uno mismo—, así como con la transcripción de una conferencia que diera Amos Oz en 1982 que es de un equilibrio y una honestidad inauditos entre los intelectuales de hoy, y cuyo colofón —>— resulta tal vez la afirmación más controvertida de todo el texto en una primera impresión, mas difícilmente rebatible cuando uno cae en la obviedad de que ha sido escrita después de Auschwitz.
Los judíos y las palabras es un libro con notable interés que, sin embargo, deja un regusto amargo: la sensación de que, a poco que se hubieran cortado unos cuantos flecos accesorios, uno se habría encontrado con una obra maestra.
(La sombra del ciprés, 27/9/2014)