Venía de ganar la Palma de Oro en el Festival de Cannes, pero nadie —ni el propio Tarantino— se imaginaba ni remotamente el cataclismo que el estreno de Pulp Fiction, hace veinte años, iba a producir. De entrada, y pese al premio, cataclismo entre la crítica, pues parecía que la valoración de la cinta no admitiese grises: o bien se detestaba o bien se amaba de plano, aunque tanto en uno como en otro caso las razones solían estar adulteradas por criterios extracinematográficos. Daba la sensación de que muchos no sabían qué hacer con ella, dónde encasillarla. Era posmoderna. Era clásica. Era el refrito de un friqui. Era la obra más original desde Ciudadano Kane. Era pornografía: exaltación gratuita de la violencia más brutal. Era una comedia. Era algo así.
Cataclismo en la industria, que de golpe se comenzó a plantear en serio si no sería mejor producir películas más baratas, aun cuando no se ajustasen a las (supuestas) preferencias del público, pues al fin y al cabo cinco millones se recuperan antes que quinientos, y la posibilidad del pelotazo siempre está ahí. Pulp Fiction supuso la sanción definitiva de la generación Sundance, que la propia Reservoir Dogs tanto había contribuido a propagar, y la causante primera de una larga serie de producciones de escritores-directores que revitalizaron el cine yanqui como los Coppolas y Scorseses habían hecho dos décadas antes, solo que, por lo general, con menos preciosismo y menos medios. Si Impulse! fue la casa que Coltrane ayudó a construir en el mundo del jazz en los sesenta, Miramax fue la que Tarantino en el cine en los noventa, y como en el caso de Coltrane la aparición de un puñado de discípulos con voz propia vino acompañada por una mayoría de clones menores que no supo o no quiso ver la enseñanza principal del film —el radical subjetivismo y la autosuficiencia que toda obra de arte, aun la obra de arte colaborativa, ha de tener— y se quedó en los fogonazos inmediatos —narración a saltos, diálogos con gran proporción de palabrotas, sangre como ketchup—, cuya utilización no poseía ni un asomo de la magia del original.
Y también un cataclismo sociológico. Pulp Fiction era la película que había que ver. Las razones, desde el morbo al interés genuino, no importaban: importaba el hecho de verla, y se trata quizá de la última película en la que el boca a boca funcionó como agente difusor. Tengo la teoría de que Pulp Fiction supuso el certificado de defunción del concepto de cine como se había venido entendiendo hasta entonces. Tras Pulp Fiction el espectador dejó de vivir el cine para limitarse a consumirlo, y en este sentido la cinta de Tarantino no habría adquirido ni de lejos tal aura mítica si su estreno se hubiese producido solo uno o dos años más tarde, coincidido así con la eclosión de Internet. Llegó en el momento justo, y entra aquí en juego la ironía o el azar delicioso de que sea una película que es en gran medida una carta de amor a un tiempo pasado la que constituya el canto del cisne del cine como experiencia vital. El ver una película en 35 milímetros y sentado a oscuras en una butaca no es solo una cuestión de esnobismo sino que implica un compromiso por parte del espectador que no se da cuando mira las mismas imágenes en un teléfono móvil mientras da pedales en una bicicleta estática. La liturgia que supone el tener que vestirse, tomar un taxi o el coche, esperar una cola, comprar una entrada, y sobre el todo el hecho de que una vez comprada y sentado en la butaca no puedas hacer otra cosa que atender a la película, determina por completo el contenido de lo que se ve, pues la película se impone al espectador, le guste o no —salvo que se salga de la sala, algo excepcional—, y adquiere así la importancia real que tiene. Ninguna después de Pulp Fiction ha generado un culto tan acusado, una relación con el espectador tan íntima. ¿De qué otra se recuerdan tantos diálogos palabra por palabra, tantas escenas y momentos? Nunca después se ha vuelto a repetir dos, tres, cuatro veces la liturgia para ver el mismo título. Aunque desde luego la recepción entre el público no fue menos dispar ni menos visceral que entre la crítica, y de hecho Pulp Fiction tiene el honor paradójico de ser una de las cintas más malinterpretadas de la historia.
¿Pero qué la distingue? Sobre todo el ser, ya desde el título, una película literaria. Pulp Fiction es un corte de mangas a los manuales de guion al uso. La estructura no lineal, la división del fresco narrativo en tres historias de personajes cruzados, las conversaciones sin peso dramático… son todas técnicas derivadas de la literatura más que del cine, y no es ocioso que en cintas posteriores Tarantino haya optado por dividir la película en > en lugar de > —Malditos Bastardos— o en llamarlas > en lugar de > —Kill Bill—. No quiere por supuesto esto decir que el plano estrictamente visual, cinemático, se descuide, entre otras cosas porque separarlo del literario es imposible, y resulta muy difícil toparse con una película más estilizada visualmente —sin que esa estilización opaque nunca lo que se está contando—. Pero con todas sus virtudes, lo mejor de la cinta es que fue un paso más en una evolución que llega hasta hoy, no un cóctel cuya fórmula iba a seguir repitiéndose. Así, el tiempo ha venido a demostrar que Pulp Fiction no era solo una película genial sino la película de un genio.
(La sombra del ciprés, 11/10/2014)