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Eduardo Roldán

ENFASEREM

La reina del baile

200 años después del nacimiento de Adolphe Sax, el instrumento que lleva su nombre ha sido pieza esencial en el desarrollo del jazz

 

Los grandes inventos exceden a sus inventores. No son solo la consecuencia esforzada de un proceso investigador sino que hay en ellos un corazón imprevisto, un fondo de sorpresa similar al que se produce con los descubrimientos, siempre más fortuitos. Cuando Antoine-Joseph [Adolphe] Sax patentó el instrumento que llevaría su nombre, y aun en el momento de su muerte, casi cincuenta años más tarde, no pudo imaginar ni por un momento que esa combinación de cuerpo y tendones de metal, articulaciones de corcho y lengua de madera no solo iba a alcanzar una popularidad similar a la de otros instrumentos con mucha mayor tradición musical, sino que ayudaría a la forja y expansión de un nuevo estilo por entonces inédito. Porque si hay un estilo donde el saxofón ha podido desarrollar todo el amplísimo abanico emocional y expresivo de que es capaz, ese es sin duda el jazz (Adolphe Sax muere a finales del XIX y el jazz es puro siglo XX). En la música clásica, el invento recibió la sanción artística oportuna, y con el paso del tiempo su uso ha ido incrementándose lenta, sostenidamente, hasta alcanzar una presencia modesta pero firme; en el amplio espectro de la música popular, desde el rocanrol al reggae, fuera de ocasionales brotes —un solo de David Bowie allí, otro de Van Morrison allá, el final de Walk on the wild side— no ha terminado de florecer. Al comienzo en jazz, en los húmedos y fragantes burdeles de Storyville donde los combos de dixieland se batían los vientos a cambio de un plato caliente y un whisky de bañera, era el metal brillante de la trompeta y los rizos amaderados del clarinete quienes se disputaban los laureles del solista y la atención principal del respetable (paradójicamente, la idea motora de Adolphe Sax fue el combinar las virtudes de trompeta y clarinete en un único instrumento). Solo Sidney Bechet asumió el saxofón como vehículo solista de pleno derecho, pero con un tipo, el soprano, que en esencia no era sino un clarinete bañado en oro; aparte de un sonido algo más aterciopelado, híbrido, el soprano de Bechet no aportaba nada que no se pudiera escuchar con su primo de madera. Hubo que esperar hasta la eclosión de las orquestas de swing de los años 20 y 30 para que los saxos alto y tenor se fueran afianzando como voces autónomas, idiosincrásicas. En el alto Johnny Hodges y Benny Carter fueron responsables primeros de esta autonomía, pero hubo que esperar hasta que Fletcher Henderson le diera una silla a Coleman Hawkins para que el saxofón —tenor— no solo se emancipase del resto de vientos sino que se convirtiese en el viento que iba a fijar la estela que los otros tendrían que seguir. El Halcón fue para el saxofón lo que Louis Armstrong había sido para la trompeta. Su rotundo y desabrido sonido, no obstante conmovedor en las baladas, el enfoque angular de la improvisación, el uso de extensiones armónicas hasta entonces inéditas… Hawkins fijaría, con esa tierna sequedad que tenía su manera de tocar, los puntos de referencia de lo que aún hoy constituye el saxofón en jazz, y que sintéticamente quedarían recogidos para la historia en los menos de tres minutos de la grabación que el 11 de octubre de 1939 haría de Body and soul. El único tenor que logró ponerse a la altura del padre Hawkins fue el que menos trató de imitarlo. Con un fraseo sinuoso y relajado que disolvía los teóricos tiempos fuertes y débiles del compás gracias a un uso de los acordes de paso tan imaginativo como eficaz, un sonido limpio y claro, de vibrato casi inexistente, Lester Young abrió la otra vía expresiva fundamental del instrumento, y desde entonces, se enmarque en la corriente que se enmarque —cool, be bop, hard bop, free jazz, jazz modal… Por otro lado etiquetas siempre reductivas y discutibles—, el saxofonista se ha basado en los ingredientes de estos dos gigantes fundadores para destilar su cóctel particular.

El cóctel más sabroso sería el combinado por Charlie Parker. Parker, devoto confeso de Young, no dejó sin embargo de incorporar a su discurso, estirándolas y retorciéndolas hasta el límite, las innovaciones armónicas y rítmicas que había establecido Hawkins, si bien el conocimiento armónico de Parker era mucho más visceral, anárquico e intuitivo —pero no menos profundo—. Con Charlie Parker nace el jazz moderno, y el idioma nunca volvería a ser el mismo. El virtuosismo imposible de Parker obligó al resto de instrumentistas —no solo saxofonistas— a exprimirse como no lo habían hecho nunca, a cambiar incluso su manera de tocar. Claro que el virtuosismo ha de ir acompañado de una inventiva a la altura, y así muchos se quedaron únicamente en los clichés del pájaro y no en la altura del vuelo. El genio es capaz de arrasar a su generación, y Parker arrasó a la mayoría de sus pares  (y se arrasó a sí mismo). Tuvo que ser otro genio el que cuestionara el enfoque parkeriano de la improvisación y diera el último, definitivo paso en el desarrollo del lenguaje jazzístico, por la fulminante vía de arrumbar el soporte armónico como base de aquella. Ornette Coleman era capaz de tocar nota por nota como Bird, pero para eso era mejor no tocar. Al arrumbar la sucesión de acordes lo que hace Coleman es posicionarse ante un territorio tan vasto y desnudo como intimidante y atractivo: el de la improvisación pura, el de la pura melodía: el músico solo con sus ideas y su inventiva, sin asideros. La llegada de Coleman y el free jazz —expresión desafortunada, por pleonástica: el jazz es libre por definición— produjo un seísmo aun mayor que el del bop, y en realidad nadie, medio siglo después, se ha internado todavía tanto por ese territorio como el propio Ornette. Ni siquiera el músico —con permiso de Miles Davis— cuya trascendencia más se deja sentir hoy: John Coltrane. La discografía de Coltrane es el mejor resumen de la historia del saxofón en jazz —con la incorporación del saxo soprano como instrumento autónomo, completo, y no un mero pariente del clarinete a la manera de Bechet—, pero aun en sus últimas, más vanguardistas grabaciones mantenía las referencias armónicas, siquiera ocasionales.

Hoy no cabe duda de que los tenores son las reinas del baile. El no aficionado ha llegado a identificar incluso el jazz con el saxofón. ¿Por qué? Como instrumento reúne todo aquello que define al jazz. El jazz es ante todo improvisación, y el saxofón, por los requisitos físicos que exige para tocarlo —digitación, embocadura, portabilidad—, por la ductilidad irrompible de su fraseo, es el instrumento que más invita al abandono, que más fomenta la unión directa entre el inconsciente del músico y la realización sonora. Añádase su cualidad vocal, cercana a la voz humana, con todo el abanico de matices que esta posee, del susurro al grito, y que lo hace el más distintivo de todos los instrumentos, aquel que con mayor disposición permite alcanzar ese sonido propio que es el objetivo final de todo solista.

¿Qué añadir? Adolphe Sax merece un monumento.

 

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Columnas, reseñas, apuntes a vuelamáquina... El autor cree en el derecho al silencio y al sueño profundo.


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