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Eduardo Roldán

ENFASEREM

Cine (fuera) de serie

En parte atemperada por la insistencia con que se ha venido repitiendo desde hace aproximadamente una década y por su propia y casi unánime aceptación, la creencia de que el mejor cine se encuentra hoy en las series de televisión y no en las películas resurgió en la pasada gala de los Globos de Oro con las declaraciones de Kevin Spacey sobre el > momento de las series de ficción, una suerte de renacimiento artístico cuyos logros el otro Renacimiento tendría poco menos que envidiar. El eco obtenido es comprensible. Que Spacey, un hombre forjado en el teatro —director durante diez años del Old Vic londinense—, director de cine y ganador de dos Oscars, dijera lo que dijo y en el lugar en que lo dijo —la única ceremonia de renombre que premia tanto a las películas como a las series—, parecía poner fin al debate: pocas voces más autorizadas y menos sospechosas de parcialismo. Y por si no fuera bastante, la misma semana se anunció que Woody Allen, el mismo Woody Allen que saca una película al año y sigue tecleando en una máquina de los años cuarenta, va a escribir y dirigir la primera temporada de una comedia de situación on line para ese Gran Hermano del ocio y el consumo que es Amazon. La tradicional jerarquía parece pues no solo confundida sino invertida.

¿Pero que es lo que celebra Spacey con tanto fervor? ¿Qué tienen de original y meritorio las ficciones televisivas respecto de las cinematográficas? Desde luego House of cards, la serie protagonizada por Spacey, de original no tiene mucho; trasvase de una serie del año 90 de la BBC, el único cambio introducido ha sido sustituir el Palacio de Westminster por el Capitolio y las cabinas rojas de Londres por teléfonos móviles con la manzana mordida; el resto de elementos —los personajes, el recurso de la quiebra de la cuarta pared, etc.— se han calcado. En cualquier caso House of cards es ejemplo máximo de lo que las series ofrecen y carecen; esencialmente ofrecen una indudable audacia en el planteamiento y un marcadísimo acento en la peripecia de la trama; de lo que carecen es de clima, de visión, sobre todo de misterio.

El principio que fundamenta y vertebra las series de televisión no es otro que el >, como en los folletines del XIX o en las telenovelas venezolanas de los años 80, y así los demás elementos que conforman el producto final se supeditan a que a los personajes les ocurran muchas cosas y muy rápido, aunque sin dejar que el drama avance con la misma urgencia (el de las series es un espejismo de avance dramático, pues han de poder prolongar las situaciones mientras la audiencia responda, y en muchas de ellas los grandes cambios se ventilan en el último o dos últimos capítulos de la temporada). Este > convierte al director en virtualmente invisible, y la puesta en escena en un rutinario ejercicio con escasísimas variaciones —plano de situación, posible plano de aproximación, diálogo casi siempre en plano/contraplano—. Hágase la prueba, por no ir más lejos, con House of cards: los capítulos dirigidos por David Fincher, director de directores cuando al mando de una película, resultan indistinguibles de los dirigidos por Joel Schumacher u otro; carecen de su mirada y de esa atmósfera particular que él —como cualquier gran cineasta— consigue imbuir en cada una de sus cintas.

Podríamos por tanto pensar que mientras que el de las películas es primeramente un medio del director, el de las series lo es del guionista. Solo en parte: lo es de una suerte de guiones que no dejan tiempo para la digresión y la pausa, y con la tendencia a explicarlo todo —un mal del que ni siquiera Mad Men ha logrado sustraerse—. Y es que hay que explicarlo, porque la propia  vía por la que la ficción se consume —televisión, tableta, móvil— permite y hasta demanda una comodidad en el espectador que no tiene por qué darse en una sala, y porque el propio concepto de serie conlleva la posibilidad de que el espectador se pierda algún capítulo pero pueda reengancharse sin mayor problema. Las series se centran en el qué y las películas se centran en el cómo. Las series son el consciente y las películas el subconsciente, y ya sabemos que los sueños es el material primero con que se hace el cine.

Lo dicho hasta aquí se refiere a las series con aspiraciones cinematográficas. El otro tipo, las comedias de situación, presentan un concepto distinto, que asume de entrada las limitaciones del medio: son esencialmente teatro filmado en media docena de escenarios, y con capítulos más breves —en torno a 22 minutos— que, aunque enmarcados en una peripecia general, son autónomos, digeribles sin referencias, con el único, loable objetivo de arrancar unas sonrisas. Herederas de las obras radiofónicas, desde las de los años 50 a Frasier a Friends a The big bang theory e incluso a Girls, las mejores comedias de situación —a España todavía están por llegar— son oasis de inteligencia y complicidad dentro del mayoritario lodo voceón que es la programación televisiva. No es tan extraño que Woody Allen quiera ensayar el género.

 (La sombra del ciprés, 7/2/2015)

@enfaserem

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Columnas, reseñas, apuntes a vuelamáquina... El autor cree en el derecho al silencio y al sueño profundo.


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